-Ogro Filantrópico Caribeño

Ágora Política

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Periodismo
Diciembre 08, 2016 20:19 hrs.
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Jesús Yáñez Orozco › ecatepecalmomento.com

’… allí donde alguien domina, no hay más que masa, allí conde hay masas existe la necesidad de entregarse a la esclavitud.’

Escribe el filosofo alemán Federico Nietzsche (1844-1900) en la página 454 de su libro La Conciencia Jovial, editorial Gredos -- casi 70 años antes del triunfo de la Revolución Cubana en 1959-- y que se aplica a cualquier régimen dictatorial, capitalista o socialista.

Palabras que quedan como oscuro traje a la medida de la negra desesperanza de un pueblo. Sobre todo, a raíz de la muerte de Fidel Casto Ruz, de 90 años, el pasado 25 de noviembre, tras 57 años de un ejercicio omnímodo del poder.

Agrega el escritor germano, en un sordo grito al oído de la memoria del Comandante, quien jamás se ruborizaría, de existir la reencarnación:

’Allí donde hay esclavitud, no se encuentra más que un reducido número de individuos (los que tratan de romper sus cadenas) que tienen en contra suya a los instintos gregarios (quiénes desean seguir sojuzgados) y a la conciencia moral’ (que impone el dictador divinizado).

A botepronto, tras las anteriores palabras, llegan necias a la mente, nombres inefables, además de Fidel, que han dejado una profunda herida que aún supura en el corazón de los pueblos: Adolfo Hitler, José Stalin, así como un oscuro personaje que también amenaza a la humanidad, y que está por escribir su negra historia en albas páginas de la sinrazón: Donald Trump.

S Fidel, se puede considerar Ogro Filantrópico Caribeño, con lo bueno y malo que hay en la isla, desde 1962, cuando definió a Cuba como país socialista.

En agosto de 1978, el escritor mexicano Octavio Paz publicó en la revista Vuelta, que había fundado dos años antes -junto con otros intelectuales latinoamericanos- un interesante ensayo, sobre los males del estatismo y populismo, como una luminosa crítica a los regímenes socialistas y capitalistas bajo el título contradictorio, oxímoron, ’El ogro filantrópico’.

En 1990 Paz fue el primer mexicano reconocido con el premio Nobel de literatura y el cuarto de América Latina, luego de Miguel Ángel Asturias (1967), Pablo Neruda (1971), y Gabriel García Márquez (1982)). Y se convirtió en parte lúcida, referente obligado, de la penumbra de la sociedad mexicana, la escasa parte ’pensante’. Hasta que, como sucede con muchos escritores, fue asimilado por el poder y Octavio se convirtió en ’intelectual orgánico’.

Un año más tarde, y con el mismo título, la editorial mexicana Joaquín Mortiz publicó un libro en el cual Paz profundiza sus críticas sobre el totalitarismo (tanto de derecha, como los populistas de izquierda) con agudas referencias a la -para entonces- Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas y al régimen cubano.

Y que socialmente, en México, el pueblo lo tomó como un claro mensaje al Partido Revolucionario Institucional que desde 1929 detentaba el poder. Y que nunca soltó. Hasta el año 2000, cuando el Partido Acción Nacional ocupó la silla presidencial durante dos sexenios, hasta 2012, cuando lo retomó el abanderado del PRI, Enrique Peña Nieto. Fueron hechos oscuros que deslumbraron a todos.

El mismo Paz pareció tlaconete en sal –como se observa en el video-- cuando, en 1994, Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, en un encuentro de intelectuales, auspiciado por la telepatria, Televisa, definió a PRI en tres palabras:

’La dictadura perfecta’.

O, en palabras de Paz, Ogro Filantrópico.

Otro Nobel de literatura, que también rompió lanzas con Castro, fue Gabriel García Márquez. El enfriamiento de la cálida amistad entre ambos obedeció al libro El Otoño del Patriarca, del escritor colombiano, publicado en 1975. Y que obvio, no se encuentra en las librerías de la isla.

Escrito casi al mismo tiempo que texto de Paz.

La novela, que está considerada como una fábula sobre la soledad del poder, se desarrolla en un país ficticio, a orillas del Mar Caribe (Cuba). Este país es gobernado por un anciano dictador que recrea el prototipo de las dictaduras –socialistas y capitalistas-- de América del siglo pasado.

Agorero libro.

Según críticos literarios, en sus páginas reverbera el realismo mágico que García Márquez supo moldear magistralmente en gran parte de su obra. Y, que tuvo, en Cien Años de Soledad, su máxima expresión.

El dictador, tirano, patriarca, es un anciano general que no recuerda su edad y no dispone de educación escolar. Fue instalado en el poder tras un golpe militar financiado por los ingleses y luego mantenido por los "gringos".

El pueblo lo ve como una leyenda. Casi un Dios: Cristo resucitado. Utiliza métodos agresivos para hacer que se cumpla su ley. Su nombre, Zacarías, curioso, es mencionado solamente una vez en todo el relato.

Como Castro: no volaba una mosca sobre la isla sin su permiso.

El mismo Vargas Llosa, invitado especial a la Feria Internacional de Libro de Guadalajara 2016, con la boca llena de razón, y sus palabras plomo derretido, insistió en numerosas entrevistas que el líder cubano era el ’dictador más longevo’ en la historia de América Latina.

En promedio en África, donde más ocurre este fenómeno, la mayoría de los tiranos modernos llega a la mitad del tiempo que él detentó el poder.

Resulta significativa la historia, en este contexto, de un balsero cubano detenido en Costa Rica. Ufano, decía a la prensa, que prefería la cárcel en ese país, que vivir en la isla. O las de aquellos que ponían –y ponen- en riesgo su vida, cruzando el mar caribe, infestado de tiburones, con la quimera de llegar a Miami, la American Way of Life. México, en el peor de los casos.

’Con la revolución todo, contra la revolución nada’, era uno de los mandamientos de mayor importancia en la ley del Comandante: cuerda locura. Incluso se autodefinió ’guerrillero del tiempo’ para el que los homosexuales era una aberración, enfermos, locos, vil escoria.
En Cuba, hace 30 años –-por la experiencia que tocó vivir a quien eso escribe-- estaban en cárceles u hospitales siquiátricos.

Era homofóbico recalcitrante. Así feneció.

Castro Ruz, con una sonrisa mortuoria, se especializó en poner en la falaz piedra de los sacrificios a su pueblo: envenenó la individualidad en aras del ’bien común’. Era libertario del mundo, tirano de sus hermanos: antropófaga deidad sin rubor alguno. Mató, encarceló, torturo, marginó de la sociedad, según versiones de anticastristas, de manera extrajudicial, a los opositores a su régimen.

Implícita su culpa en el verbo cuando auguró: ’la historia me absolverá.’

Si bien Carlos Marx severa que la religión es el opio de los pueblos –porque es dominado por la moral del miedo y el miedo de la moral— en el socialismo, el líder/dictador es un demonio canibalizado con máscara de Mesías, enfundado en uniforme militar.

Hace 10 años comenzó el ocaso del oxímoron encarnado. Ocurrió el 10 de agosto de 2006. Octogenario y tras un discurso, y de un amargo sorbo de agua, caminó. Marcial su paso, enfundado en el característico uniforme verde olivo, aura sacra. Mirando en lontananza, no se percató que cinco pasos después había un pequeño escalón. Cayó estrepitosamente su cuerpo divino. Sufrió dos fracturas y lesiones leves.

No cabe duda: los dioses, aunque sean perfectos, también llegan a la ancianidad. Hacen el ridículo. Y mueren. Aunque se crean eternos.

Entrevistado por la televisión cubana, contrito el rostro, ofreció disculpas al pueblo por su ’caída’. Soberbia mayúscula. Como si no fuera un ser humano común y corriente. Aunque él no lo sabía y nadie se lo aclaró.

Poco después, como parte de su ejercicio democrático del que siempre se ufanó, decidió heredar el cargo a su hermano, Raúl.

Enloquecido por su inconmensurable poder y autodivinización, nadie osó poner un alto a su desmedida sinrazón a lo largo de 57 años.

La moral revolucionaria de Castro siempre estuvo permeada por la educación jesuítica en las escuelas donde acudió, como hijo de una familia burguesa. De ahí abrevó para fortalecer su juiciosa sinrazón. Que medio mundo creía. Similar a la lo que ocurrió con la Alemania --uno de los pueblos más cultos de la tierra—durante el fascismo de Adolfo Hitler.

La esquizofrenia del dictador es espejo popular. Asomarse al vacío y lanzarse. Urgente necesidad de creer en lo que se quiere creer. Aún a costa de millones de vidas.

Muchos creyeron el discurso de la raza aria, los superhombres. Predestinados a conquistar al mundo. Igual que Stalin, Igual que Trump, igual que Fidel.

Ese espíritu suicida que caracteriza al pueblo cubano, y que recuerda al cerco de Numancia --aquella historia donde la mayoría de habitantes, pequeña localidad de España, decide quitarse la vida antes de ser conquistado por Roma, el resto son esclavizados, tras 20 años de asedio —, se esconde en lo que defino como la dictadura del proletariado, que impone la burguesía: el Buró Político del Partido Comunista.
Democrática antidemocracia.

Aunque hay cubanófilos que estiman que el 85 por ciento de la población, de 11 millones 270 mil habitantes –según el Banco Mundial en 2013-- abomina a los hermanos Castro. Su extensión territorial es relativamente pequeña: 109 mil 884 kilómetros cuadrados. Ahí se resume buena parte del dolor humano.

Las arengas mortales, mandamientos –tablas de Moisés-- de le Ley de Fidel, eran otra de sus características religiosas, absolutismo, escalera al cielo para llegar al paraíso, la izquierda de Dios: ’Hasta la victoria siempre’, ’patria o muerte, venceremos’, ’socialismo o muerte’…

Era tal el antiyanquismo de Castro, que solía decir una impostura celestial: había que estar en contra de todo lo que estuviera a favor de Estados Unidos.

Una de las pocas verdades del Comandante era cuando solía referirse a México, aunque nunca de manera publica, y que en La Habana, fue secreto a voces en la década de los 80s.

Decía que conocíamos más de Micky Mouse que de Benito Juárez.

Detractores de Fidel Castro lo definieron en vida como ’reliquia marxista’.

Ley natural de vida: los dioses de izquierda o derecha también mueren.

Como corolario del texto anterior, el diciembre de 2015, también en esta columna, hubo un texto, que deseo retomar, titulado Cubita: la bella más fea o Cuba: el precio de la crítica, difundido en la página web Actualidades México, y la revista digital Razón y Palabra, pionera en su género hace 20 años, que dirige el doctor Octavio Islas.
Es mi testimonio de tres meses, en 1985, de vivir en Cuba, principalmente en La Habana, como becario del Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Durante ellos descubrí una tenue luz en la oscura entraña social de la isla.

Escribí:

En Cuba, hace tres décadas, la pasión de conocer la entraña del socialismo, con el paso de los días, se convirtió en infausta frustración, por intentar una leve crítica.

Ni siquiera con el pétalo periodístico de una rosa.

Fue aleccionador, eso sí –con lo bueno y lo malo– vivir tres meses en La Habana– donde me convertí, como periodista extranjero, en una víctima más del régimen castrista –dictadura perfecta de la sinrazón–.

Algo que jamás imaginé.

A la fecha, Cuba está considerada entre los 10 países en el mundo con más censura. Ahora bajo la mirada censora de Raúl Castro, pese al desarrollo tecnológico, ejerce un feroz control sobre la internet, redes sociales y celulares.

Ocurrió de octubre a diciembre de 1985.

Fueron 90 días que me dejaron una huella indeleble en el pensamiento y el corazón como ser humano y reportero.

Iba como becario del Instituto Internacional de Periodismo José Martí, con el aval de la desaparecida Unión de Periodistas Democráticos, que encabezaban, entre otros, reconocidos reporteros: Elías Chávez, Jorge Meléndez, José Reveles Morado.

A principios de noviembre, hace tres décadas, desde que arribé a La Habana, a los 31 años de edad, tuve una probada de la primera dosis de tiranía de lo que serían los tres meses de mi estancia habanera.

Una mujer –no recuerdo el nombre–, afrocubana treintañera, de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), me recibió en al Aeropuerto Internacional José Martí.

A bordo de un pequeño auto gris de manufactura rusa, viajábamos rumbo al Vedado, la Calle G, donde se encuentra el Instituto, a unos tres kilómetros del malecón. Cerca de ahí se levanta el célebre hotel Riviera, construido por la mafia siciliana estadounidense.

Eran las dos de la tarde. El sólo convertía al viento marino en plomo derretido sobre mi cuerpo sudoroso.

Comentaba, como si tuviera cascabeles en mi voz, que al término del curso, a finales de diciembre, mi compañera, Adriana de la Mora, vendría para pasar unos días, yo como turista, no estudiante.

Como disparadas desde la profundidad de su boca, sus graves palabras fueron obuses:

–No viene a divertirse, compañero, viene a estudiar. Eso es en los países capitalistas.

–Supongo que son factibles las dos—solté desde el asiento del copiloto.

No hubo respuesta.

El interior del auto se convirtió en un bloque de hielo metálico.

El rostro de la mujer se endureció como piedra volcánica.

Para aligerar la tensión, a manera de agradecimiento por el traslado al Instituto, extraje de la bolsa de mi pantalón un llavero con la bandera de México. Al centro, el águila sobre el opal, devorando a la serpiente. Se lo extendí. Lo recibió a regañadientes, sin mirarlo. No agradeció el detalle.

Forjado en el adoctrinamiento marxista-leninista del CCH-UNAM, plantel Azcapotzalco, como primera generación –1971-73–, adolescente aún, mi simpatía con el socialismo se fue deslavando con el paso del tiempo, hasta abjurar de él, cuando muchos estábamos dispuestos a dar la vida por Fidel, el Che Guevara, Camilo Cienfuegos –muerto en un accidente de avioneta al poco tiempo del triunfo de la revolución cubana, aunque hay quienes, hasta la fecha, entre los cubanos, dudan de esa versión–.

Nunca soné que me convertiría en reportero. Y menos que mis inicios, de 1978 a 1982, serían en la revista Proceso.

El materialismo dialéctico, por cierto, ha servido para desarrollar mi oficio de periodista: de lo general a lo particular; y la unión y lucha de contrarios.
Contrario a quienes la impusieron esa ideología a sangre y fuego en aras de la dictadura del proletariado: rusos, chinos, cubanos, coreanos del Norte.

Incluso en México han quienes tienen la insana quimera de instaurar un gobierno similar.

Marx se volvería a morir, elucubro, sólo de mirar la forma cómo se ha tergiversado su materialismo dialéctico-histórico. Nunca establece en sus escritos que el poder se toma por las armas. Argumenta que el socialismo surgiría de manera natural, luego de la última fase del capitalismo, nunca jamás del subdesarrollo, casi feudal. Y del socialismo se pasa al comunismo.

Bajo esos regímenes autoritarios la libertad de expresión es un derecho universal que no existe. Quienes intentan ejercerla, hasta la fecha, acaban en la cárcel. El peor ejemplo es Corea del Norte. En Rusia son enviados a la temible Siberia.

En mi caso, pese a ser extranjero, sin justificación alguna, también fui censurado. El largo brazo de la dictadura castrista me alcanzó.

A los largo de los tres meses en la isla, pude comprobar, eso sí reconozco con los cerrados, lo que llamo La Santísima Trinidad, la semilla que sembró el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, y que ningún otro país latinoamericano puede ufanarse:

Salud –allá no se ve discapacitado alguno en las calles o pidiendo limosna—, educación –en las banquetas no hay siquiera una cáscara de maní–, alimentación –nadie padece desnutrición, aunque la comida local tiene poca variedad, pues viven el milagro cotidiano de no consumir comida chatarra.

Y hay que añadir una cuarta deidad: deporte.

Por eso han conseguido 208 medallas olímpicas, en contraste con las 62 de México.

Al principio devoraba todos los medios impresos, pues la televisión de Instituto estaba inservible y no teníamos radio: los diarios Granma, Juventud Rebelde, revistas Bohemia, y de la Unión de Periodistas de Cuba (UPC).

Pero me hartó el río de tinta en odas escritas que bañaban a Fidel.
’Con la revolución todo, contra la revolución nada’, es –o era—parte de la falaz filosofía de la revolución cubana.

Tres años después del triunfo de la revolución cubana, en 1959, el gobierno, encabezado por Castro, se declaró socialista y comenzó el embargo económico de Estados Unidos, que perdura a la fecha, pese al reciente restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países.

Era parte de la llamada Guerra Fría en un país abrasado por el sol
Incluso una de las arengas de Fidel era que había que estar en contra de todo lo que estuviera a favor la Casa Blanca.

Escupía para arriba, como ahora se comprueba.

Con el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países se vislumbraba un ápice de apertura a la libertad de expresión.

Pero no.

Parece más férrea.

Desde principios de la década de 1960 el disenso político-ideológico en Cuba se castiga con cárcel.

En mi caso, al regreso a México, enero de 1986, perdí mi puesto de reportero como comisionado de Notimex a la Agencia Latinoamericana de Servicios Espaciales de Información.

Constituida por una docena países latinoamericanos –Cuba, Panamá, Perú, Argentina, Costa Rica, Argentina, México, entre otros–, Alasei, trataba de ser un dique al monopolio informativo de las agencias noticiosas internacionales –AP, AFP, Reuters, EFE, ANSA, UPI, entre otras–.

Pero resultó muy frágil. Acabó derrumbándose.

La sede estaba en la ciudad de México, en Insurgentes Sur. La encabezaban tres peruanos: José Carnero, Jorge Flores y Manrique. La parte editorial estaba a cargo de Carlos Fazio, uruguayo naturalizado mexicano, y Miguel Bonasso, argentino, autor del libro Recuerdo de la Muerte.

Sin rubor alguno –y poco ética— éste usaba a Alasei para promover su novela en América Latina.

Desde ese momento me provocó urticaria mental mi labor como reportero en esa agencia, que tenía apoyo, también, de Naciones Unidas a través de la UNESCO.

Se generaba una carpeta con material supuestamente informativo de poco más de una docena de países miembros que eran distribuidos en los medios suscritos al servicio. No había autocritica en su información. Todo era color de rosa.

Cuando llegué a Cuba llevaba media docena de ejemplares.

Sucedió que una de las materias, que impartía el matrimonio González Manet –Enrique y Olga, sexagenarios —, representantes del gobierno cubano ante Alasei, pidió un trabajo de investigación por equipo. Éramos unos 13 becarios. Todos de países de América Latina.

Sugerí hacer un análisis de contenido de las carpetas de Alasei que yo traía. A mi grupo se sumaron otro mexicano, Gerardo Tena, y un panameño, Marcos Fernández, miembro de las Fuerzas Armadas, en la época del General Noriega.

Olga y Enrique no objetaron.

La redacción del texto fue tortuosa. Había una veintena de máquinas de escribir –la mayoría Underwood–, plañideras oxidadas por la sal marina del viento habanero. Servían la mitad. Teníamos que escribir en papel oficio revolución. Ni en sueños papel bond.

Otra traba: las cintas rojinegras. Estaban casi inservibles.

Luego de intensa polémica y discusión concluimos: Alasei estaba lejos de cumplir sus objetivos de información imparcial. Sólo consignaba la parte Light, banal, de la realidad de los países miembros. La agencia era sólo un instrumento político más de los gobiernos que la integraban.

En general era anodino su contenido. Poco rescatable.

Cuando leyeron las conclusiones, Olga y Enrique pegaron el grito en el cielo. Me querían ahorcar con la mirada. Pidieron que reconsideráramos las conclusiones. Nos negamos. En respuesta optaron por descalificar el trabajo.

En una ocasión, encolerizados, me pusieron, literal, con la espada contra la pared con su interrogatorio, amenazándome con no darme la calificación:

’No vine por una calificación’ –respondí y se quedaron como dos témpanos: helados–.

Y agregué:

’Vine a Cuba por una experiencia personal y profesional. Además, es un trabajo académico, intramuros, que no saldrá de las paredes del Instituto.’

Nada dijeron. Sólo se miraron.

Leí en sus ojos la venganza. Días después se cumplió.

Esta historia –no supe cómo– corrió como reguero de pólvora en una parte del círculo de la intelectualidad habanera.

Incluso, Eduardo Yasells, director del Instituto, quien había estado con Fidel en la Sierra Maestra, luego del conflicto con el matrimonio, y antes de que finalizara el curso, me pidió que a mi regreso a México lo mantuviera al tanto de mi situación laboral.

Además redactó una carta en la que explicaba que avalaba mi estancia en Cuba, durante ocho días más, luego del curso, para no tener problemas con inmigración en el aeropuerto, a mi salida de Cuba.

Recuerdo que al principio del curso, Yasells interrogó al grupo sobre qué nos interesaba de Cuba. Solicité una entrevista con Fidel Castro. Me miró como bicho raro.

Nunca tuve respuesta.

La figura de Castro, entonces, me había encandilado. Más, como reportero de la revista Proceso, leía embelesado reportajes, crónicas y entrevistas a él. Sobre todo un texto del director, Julio Scherer García.

Durante los tres meses de mi estancia en la isla, quise vincularme con la parte que, como becario, o turista, no se suele ver: la del pueblo marginado. Tuve la suerte de establecer contacto con Alexis Fernández, de 23 años. Trabajaba en la telefónica estatal.

Padecía migraña crónica y para paliarla consumía mariguana.

Para ello asumí el riesgo, que pudo significar mi expulsión del país, de cambiar dólares por pesos cubanos, que, en el cambio oficial, estaban 1 por uno. Pero en el mercado negro llegaban a pagar hasta 7 por uno.

Me convertí en el enlace entre algunos de los estudiantes del instituto y los llamados ’gusanos’.

Estaba fresco el éxodo del puerto Mariel, donde se mencionó que llegaron a salir de la isla más de 125 mil personas.

Constaté la nula libertad de expresión y el férreo control social desde en los barrios.
Por ejemplo, cuando querían organizar una fiesta había que pedir permiso a alguno de los miembros de las Fuerzas de Defensa Revolucionarias, equivalentes a los jefes de manzana que hubo un tiempo en México. E informar quiénes y de dónde eran los asistentes.

Hace poco descubrí una historia que dio más luz a mi rechazo a los regímenes totalitarios socialistas, y que cae como anillo al dedo.

Hay un pasaje de la novela Los que Vivimos, de Ayn Rand, editada por Plaza y Janes en 1974. La escritora pasó en Rusia, antes de trasladarse a Estados Unidos, los traumáticos momentos de la guerra civil y el triunfo de la Revolución de Octubre. Su obra es un ejemplo de quehacer literario.

En las páginas 85 y 86 describe descarnada:

–Yo creía que los comunistas no hacen nunca más que lo que deben hacer, y que nunca quieren hacer otra cosa.

–Es raro –sonrió él a su vez–. Debo de ser un mal comunista, porque esta vez no he hecho más que lo que deseaba hacer.

–¿Su deber revolucionario?

–No hay deber. Si se sabe que una cosa es justa se siente el deseo de hacerla. Si no se siente ese deseo es porque no es justa. Y si es justa y no suscita en nosotros ningún interés, ello significa que no sabemos qué es la justicia. Y entonces uno no es un hombre.

–¿Nunca ha deseado usted una cosa sin pensar si es justo o no? ¿Sin otra razón que… el deseo mismo?

–Ciertamente. Esta ha sido siempre mi única razón. Nunca he deseado nada que no sirviese mi causa. Porque, ¿sabe usted? Se trata de mí causa.

--¿Y su causa es renunciar a su personalidad para el bien de millones de hombres?

–Para conducir a esos millones de hombres a donde yo deseo que vayan… por mí mismo.

–Y cuando cree que una cosa está bien, ¿lo hace siempre usted?

–Ya sé lo que va a decir. Lo que dicen la mayor parte de nuestros enemigos. Porque vosotros admiráis nuestros ideales, pero odiáis nuestros métodos.

–Al revés: odio vuestros ideales, y admiro vuestros métodos. Si uno cree tener razón, no debe aguardar a convencer a millones de estúpidos. Puede obligarles. Lo que no sé es si llegaría a incluir entre mis métodos el derramamiento de sangre.

–¿Por qué no? Cualquiera puede sacrificar su vida por un ideal. Pero, ¿cuántos conocen una devoción que llegue hasta hacerles capaces de sacrificar la vida de otro? Es algo horrible, ¿verdad?

–Absolutamente, admirable… sí tenéis razón. Pero, ¿la tenéis?

–¿Por qué odia usted nuestros ideales?

–A causa de una razón importante, principal, y eterna, por muy bello que sea el paraíso que vuestro Partido promete a la humanidad. ¿Qué pueden ser vuestros ideales, si hay un que no podréis evitar, sino que sale a la superficie como un veneno mortal capaz de convertir en infierno horrible todos vuestros paraísos, ese ideal vuestro quiere que el hombre viva para el Estado.

— ¿Acaso puede vivirse para un ideal más grande que éste?

— No lo sabéis –y la voz de Kira se estremeció súbitamente con una súplica apasionada, imposible de ocultar–. ¿Ignoráis que en los mejores de vosotros hay cosas que ninguna mano extraña puede atreverse a tocar? ¿Cosas sagradas, por la misma razón –y no por otra—que de ellas puede decirse: ’Esto es mío’. ¿No sabéis que los mejores de vosotros, los que merecen vivir, viven únicamente para sí mismos? ¿Ignora usted que en cada en casa uno de nosotros hay algo que no puede tocar ningún Estado, ninguna colectividad, ningún número de millones de hombres?

–No lo sé.

Finalizado el curso en el Instituto José Martí, llegó mi pareja, Adriana, a La Habana. Fuimos invitados a cenar por la corresponsal de la agencia noticiosa italiana Ansa, Giannina Bertarelli. Tres años atrás había sido reportero-redactor de esa empresa en la ciudad de México.

Hubo quesos, vino y ron Matusalén.

Para mi sorpresa, pues no había comentado con ella lo sucedido en el Instituto, me comunicó que había un grupo de personas que se interesaban en lo sucedido con la pareja González Manet. Y que deseaban hablar conmigo. Entre ellos, había el descendiente –sacerdote católico—de un héroe de Cuba de finales del siglo antepasado, cuyo nombre no recuerdo.

Dije que sí, pero no dije cuándo.

No deseaba ser un instrumento político en contra del régimen cubano, pese a que ya presentía lo que se confirmó a mi regreso a México y, durante una charla con Carnero, titular de Alasei: mi despido.

Era obvio que Olga y Enrique González Manet me habían acusado lo cuál, en automático, derivó en mi cese.

En el escenario de que desaparecería Alasei –como sucedió dos o tres años después– perderían sus privilegios –entre ellos, viajes fuera del país— como parte de la dictadura perfecta de la sinrazón.

¿Su peor rostro?

La censura.

Y, sí, pues: la bella más fea.

El pasado 26 de noviembre, el influyente diario mexicano La Jornada --considerado de ’izquierda’, aunque suele cobrar con la derecha--, en su minieditorial, Rayuela, de su primera plana, con motivo de la muerte de Fidel, escribió una plañidero adiós de 24 palabras:

’Desde aquí, nuestro pésame a ese pueblo que resistió heroicamente junto a su líder el inhumano bloqueo de 11 presidentes de la potencia imperial.’

Aunque debía decir:

’Desde aquí, nuestro pésame a ese pueblo que resistió heroicamente a su líder inhumano y el bloqueo de 11 presidentes de la potencia imperial.’

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