Concatenaciones
Fernando Irala
Un siglo de su promulgación cumplió ayer nuestra Carta Magna, y además de las ceremonias en todo el país, el momento fue propicio para publicar la Constitución que ahora rige la vida de la ciudad de México, convertido el viejo Distrito Federal en un ente raro que no es un estado aunque se le parece.
En el transcurso de una centuria, la Constitución mexicana ha cambiado tanto y tantas veces que es casi ya irreconocible.
Tal vez lo más notable no ese espíritu reformador que hace a los legisladores introducir continuas modificaciones, sino el hecho de que ni sus dictados ni las leyes derivadas tienen real aplicación en el diario acontecer.
Los gobernantes y los estudiosos del tema han hecho ya un cliché de que en México no vivimos efectivamente un estado de Derecho. Los poderosos no se someten a los preceptos legales porque se sienten por encima de la sociedad, pero la gente común tampoco se considera sujeta a leyes, pues sabe que cuenta con diversos recursos para ignorarla, desde la "mordida" hasta el motín, disfrazado de resistencia pacífica.
Entretanto la Constitución ha engrosado, se ha vuelto obesa, y su texto aborda sin sentido el detalle que debería desplegarse en las llamadas leyes secundarias. En particular, en interés de los partidos políticos se han introducido largas parrafadas que norman el proceso electoral, la pesada institucionalidad relativa y las canonjías tan apreciadas por funcionarios y grupos partidarios.
En parte porque nadie aprecia el estado de Derecho, y en parte por esa perversión, más que evolución constitucional, ni la celebración del centenario de la norma federal, ni el nacimiento de la ley fundamental de la capital, han entusiasmado ni a los mexicanos ni a los chilangos.
Si alguien hace una encuesta de las tan usuales en la actualidad preguntando lo que se celebró ayer, habrá un gran número de respuestas que se refieran al supertazón.
Signos de los tiempos y del escepticismo que es virtud nacional.