La vida como es...

Ironía

Ironía
Biografías
Abril 28, 2017 14:49 hrs.
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Octavio Raziel › diarioalmomento.com

Axioma conocido entre los reporteros de la vieja guardia era en el sentido de que ’periodista sin alcohol es como flor sin aroma’. Así, en cumplimiento de esa sentencia, recuerdo haber rematado un día de trabajo con mi compañero de giras, Rafael Sánchez, en el bar ’Manolo’, un sótano en las calles de López, cercano a la Alameda Central de la Ciudad de México.
Había sido yo integrado de última hora a la campaña del candidato oficial, haciendo pareja con el titular de esa ’fuente’.
Rafael y yo acudimos al lugar de entretenimiento para discutir las estrategias de trabajo del día siguiente, mientras que un par de señoritas del lugar, amablemente, se integraron a nuestra mesa de trabajo. Más adelante, otros reporteros que recién habían terminado la guardia en sus respectivos medios de información se unieron a tertulia tan animada. Entre copa y copa, escuchando viejas melodías interpretadas por María Luisa Landín -que para esas alturas ya estaba muy corrida- las horas fueron pasando sin sentirse.
La cita, en el Hangar Presidencial, estaba acordada para las 06:00 de la mañana, en punto. Ahí nos entregarían los gafetes y el programa oficial del candidato.
Las veces que había agarrado la ’jarra’, no recuerdo haber perdido la cordura y mucho menos la memoria; sin embargo, en esa ocasión, lo único que acudía a mi memoria era que el ’Chicote’, mi ’saca borrachos’ de cabecera, nos había advertido que ya eran las 06:00 de la mañana, y que nos negábamos rotundamente a tomar el taxi que nos conduciría al aeropuerto.
Cuando tuvimos conciencia de la hora y el retraso, pedimos al ’Chicote’ un taxi que nos llevara a la central de autobuses, con la esperanza de llegar a Poza Rica y buscar la forma de integrarnos al convoy del candidato.
En el camino, por la radio, en el noticiario de las siete de la mañana, se daba a conocer que el avión que llevaba a 24 periodistas a una gira del candidato presidencial, se había estrellado contra una montaña cercana a Poza Rica. Se suponía, decían, que todos los pasajeros habían muerto.
Repetían uno a uno los nombres de los periodistas que habían caído en el cumplimiento de su deber, así como el nombre del medio periodístico al que pertenecían. En esta ocasión, obviamente, se incluían los nuestros.
¿Cómo decirle a mi familia que no estaba muerto? Además, ¿Cómo explicarle al director del periódico que había perdido la noticia de un avión caído con periodistas? Luego las preguntas: ¿A dónde debo dirigirme primero? ¿Cómo hacer una nota en la que me incluya como fallecido en un accidente?
En la funeraria, frente a los féretros, el director se había unido a la guardia de honor, en esta ocasión integrada por las autoridades de los medios que habían perdido a alguno o algunos de sus colaboradores, además del candidato presidencial, el presidente del partido oficial y varios secretarios de estado. Los flashazos de las cámaras fotográficas y el paneo de las cámaras de televisión, henchían el pecho de mi director. Sin embargo, discretamente, un guardia del Estado Mayor, se le acercó respetuosamente para indicarle que tenía que abandonar esa área, con el consecuente disgusto del invasor.
¡Que nuestro periódico no tuvo muerto! Se oyó un grito en el piso más alto del diario. El director echaba lumbre y convocaba a su oficina a toda su plana mayor para discutir la medida correctiva que se nos aplicaría por irresponsables.
’Están despedidos, no quiero saber nada de ellos, nunca jamás’, gritaba.
Don Salvador Loaiza, el líder sindical, le hizo recapacitar al funcionario y le convenció de que una suspensión de diez días hábiles sería suficiente. Sobre todo, despedirlos -dijo- políticamente dañaría su imagen frente a los demás medios y, sobre todo, ante el Presidente de la República.
Así, todo quedó en una terrible cruda física, moral y diez días laborales fuera del periódico.
Extraño camino escoge el destino para marcar nuestra vida. Lo cierto fue que algo ignoto nos había salvado de morir en ese cerro veracruzano.
Ironía de la vida fue que, en el siguiente aniversario del periódico, olvidada mi anterior faena, y por méritos ganados más adelante, el mismo director me entregaba en la ceremonia correspondiente un reconocimiento y un libro que llevaba su firma y la dedicatoria:
’Al reportero del año’.

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