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Abril 18, 2017 22:51 hrs.
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Octavio Raziel › diarioalmomento.com

Mi sueño dorado de sacarme el premio mayor de la Lotería Nacional está punto de esfumarse. La institución está en quiebra y no tiene ni para solventar los premios. Muchos años fue considerada la ’caja chica’ para los gastos de la Primera Dama en turno. Hoy se especula que la ha comprado Ricardo Martín Bringas, dueño de Soriana y amigo del que les platiqué.
El ser humano es proclive a la apuesta, al juego, al reto, a la fortuna. No importa si los juegos de azar los inventaron los chinos o si los mayas ya jugaban con semillas a la matatena, lo trascendental es la condición humana que busca retar a la suerte.
La ludopatía, con los tragamonedas, bingo, ruleta, baraja o billetes se puede convertir en una enfermedad patológica. Se ha sabido de casos, como el de la novela que todos leímos de jóvenes, ’El jugador’, de Fiódor Dostoievski, que el jugar se hace una compulsión sin límite.
Ser jugador y no ser supersticioso es una incongruencia. Hay quienes compran su billete sin saber el número pues lo piden en un sobre cerrado, otros juegan en ’vaca’ y los ocasionales, que prefieren adquirir la ’sábana’ completa para –en caso de salir premiado— no compartir su suerte con otros ludópatas.
Recuerdo al maestro de pintura, don Salvador Pruneda, dibujante, guionista de cine, pintor renombrado y responsable por cincuenta años del área de diseño del periódico El Nacional
-Está comprando ilusiones, me dijo, cuando vio que adquiría una ’sábana’ de la Lotería Nacional.
-Así es, don Salvador, compro sueños. Seguramente esta noche tendré suficiente dinero en la chequera; posiblemente se cumplan mis sueños.
Una noche, mi sueño se centró en el billete que compré y que había salido premiado. Dirigí mis ojos al cielo y grité: ¡Por fin he dejado de ser pobre! Adiós al infelizaje, a los desarrapados, a los mugrosos y a los ’ninis’.

Abandonaré mis viejas y feas costumbres; adiós al metro con sus empujones, apretones, sudores y olor a pobre. Ya no tendré que mantenerme en vigilia en el colectivo en espera de la hora en que un par de malandrines griten: ’Esto es un asalto’ y se lleven mi celular de doscientos pesos y mi abono del Metrobús. De la vitamina ’T’, ni hablar: olvidaré los tacos, tostadas, tlacoyos, tortas, tamales y demás alimentos de los que no pueden sentarse a disfrutar en la mesa de los Casasús o los Escandón.

Entre los viejos papeles de la familia debe haber alguno que justifique mi inclusión en la realeza, o de perdida, en el grupo de los 300, los dueños de este país (aunque no tengan pedigrí) pensé.

Seguramente me codearé, que digo codearme, les hablaré de tú a Ricardo Salinas, a Roberto Hernández, a Lorenzo Zambrano o a la María Asunción Aramburuzabala (¿Podré decirle Chonita?) Los Larrea, Arango, Loera o Bailleres me admitirán en sus fiestas y Paris Hilton me invitará a departir a su casa de California.

Desperté, como siempre, con los bolsillos vacíos.

La espera de que algún pariente lejano o cercano me tome en cuenta en su testamento dejó de preocuparme. Ya me hice a la idea de que nunca me caerá el dinero por esa vía.

Opté por comprar billetes de la Lotería Nacional una o dos veces por semana, obteniendo –cuando bien me fue- un triste reintegro. Veinte años aportando para el Tec. de Monterrey, y ahí, ni reintegro. ¡Compras ilusiones! Insistía el maestro Pruneda; y agregaba: es el impuesto de los pendejos.

En uno de los tugurios –antro de mala muerte- en los que yo remataba mis farras, le comenté a mi amiga, la madrota del lugar, sobre el éxito de la vendedora de billetes de la lotería a esas horas de la madrugada. Hasta las chicas le compran, le dije.

- No importa, ninguno de estos gañanes se la sacará nunca.

- ¿Por qué tan segura?

- Recuerda que por algo ’Dios no les dio alas a los alacranes’.

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