Catón

Maldiciones

Maldiciones
Periodismo
Diciembre 09, 2019 18:51 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

Regresa el señor cura al pueblo. Ha hecho la visita mensual a los ranchos comarcanos. En un viejo guayín tirado por una vieja mula y conducido por un ranchero viejo se encamina el señor cura a su parroquia.

Debe llegar temprano. Lo aguarda Su Excelencia, el señor Obispo. Con él tendrá una junta en la que tratarán el asunto de las obvenciones. Cuestión muy importante es ésa, pues quien en la iglesia canta de la Iglesia yanta. Le pide al ranchero que inste a su mula a ir más aprisa.

-Vamos, animalito de Dios -le dice el cochero a la mula con tono franciscano.

La mula parece no escuchar. Toma un pasillo lerdo. A ese paso llegarán a su destino hasta el siguiente día. Para colmo llovió mucho el anterior, y el camino es un fangal donde resbalan los cascos de la mula y las ruedas del guayín. (Se llama así, ’guayín’, debido a que los primeros que aquí se conocieron, llegados de Estados Unidos, tenían en la escalerilla un letrero que decía: ’Way in’. Algo así como ’Por aquí se sube’).

A esa divagación lingüística estaba entregado el escritor cuando -quizá por su distracción- las ruedas del guayín cayeron en un profundo bache. La mula se detuvo.

-Hijo -pidió nervioso el señor cura a su rural auriga-. Incita a esta criaturita a que prosiga su camino.

-Anda, mulita -volvió a suplicar el ranchero-. Por vidita tuya, muévete.

La bestia no movió ni las orejas.

-¿Qué le pasa? -preguntó inquieto el sacerdote.

-Lo que sucede, padre -respondió el cochero- es que la mula no entiende lo que le estoy diciendo. Necesito hablarle como le hablo siempre.

-Pues háblale así, hijo mío -autorizó el señor cura-. Necesito llegar temprano a la ciudad.

-¿De veras da usted su permiso, padrecito? -preguntó inquieto el hombre.

-Lo tienes, hijo mío, y sin reservas. Te doy mi nihil obstat. Anda; háblale a tu mula como acostumbras. El caso es que nos saque de este atolladero.

Entonces, ante el atónito y consternado párroco, el cochero dio voz a una sarta de maldiciones y blasfemias como el presbítero jamás había escuchado. Con fragor wagneriano prorrumpió el sujeto en pesadísimas pesias, horribles pestes y dicterios furibundos. Hostias iban y venían; los nombres sacratísimos de Dios y de la Virgen sonaban en aquel espantoso vocerío. Ni los moros seguramente maldijeron nunca igual.

Dio resultado la diatriba. La mula, asustada por aquellas palabras tan palabras, hizo un segundo esfuerzo, como dicen los motivadores de hoy, y sacó al guayín del bache. El señor cura, preocupado, dijo al ranchero:

-Hijo: has incurrido en varios y gravísimos pecados: blasfemaste; maldijiste; tomaste el nombre de Dios en vano. Tendré que darte ahora mismo la absolución, remedio salutífero contra la grave culpa en que incurriste.

Apenado, el ranchero inclinó la cabeza, y el sacerdote pronunció la fórmula de la reconciliación:

-Ego te absolvo...

Luego siguieron el camino. Pero no habían avanzado mucho -declinaba ya la tarde- cuando el guayín volvió a caer en otro bache. Angustiado por la tardanza el señor cura no lo pensó dos veces. Trazó sobre la cabeza del cochero el signo de la cruz y díjole:

-Hijo mío: Ego te absolvo por adelantado. Échale a la cabrona mula otra vez las maldiciones.

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