Las 2 preguntas que enfurecieron a Díaz Ordaz

José Reveles

Las 2 preguntas que enfurecieron a Díaz Ordaz


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Las 2 preguntas que enfurecieron a Díaz Ordaz
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Octubre 01, 2014 15:46 hrs.
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José Reveles › todotexcoco.com

CIUDAD DE MÉXICO, (Al Momento Noticias).- Gustavo Díaz Ordaz era más “mecha corta” que la que le atribuían los medios a Felipe Calderón. Pero tanto el presidente de hace casi medio siglo como el recién ido en 2012 fueron ejemplos de autoritarismo y defensores de la verdad única: la suya. Díaz Ordaz se llevó a la tumba la carga histórica de represor inmisericorde contra el movimiento estudiantil de 1968, con su punto más álgido en la matanza del 2 de octubre de aquel año en Tlatelolco.

Si la historia alude a unos 40 asesinados en esa jornada trágica, diez días antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos (aunque haya reportes de varios cientos, pero no documentados cabalmente), Calderón permitió que fueran asesinados con violencia varios miles de inocentes (esos sí registrados, así como más de 26 mil 100 desaparecidos y alrededor de un millón de desplazados de sus sitios de origen), a causa de su empecinada guerra contra el crimen organizado.

A los 45 años de la masacre del 2 de octubre de 1968, circularon con profusión las frases que pretendieron ser regaños a periodistas, desde la cima del poder autoritario que todavía exhibía el ex presidente Díaz Ordaz cuando fue nombrado embajador en España por un irreflexivo José López Portillo en abril de 1977.

México venía de más de dos años de que el presidente Luis Echeverría había congelado relaciones diplomáticas con el régimen franquista de España a causa de la condena a muerte que se dictó en contra de opositores, quienes deberían ser ejecutados mediante el bárbaro método medieval del garrote vil (un collar de hierro atenazando con un mecanismo trasero la garganta hasta romper el cuello).

Antes de eso, las relaciones se mantuvieron durante décadas a nivel de oficinas de Turismo, tras la derrota de la República, pues México recibió a numerosos exiliados aquí. Enviar al ex presidente represor por excelencia como primer embajador de las restauradas relaciones, era un mensaje disparatado, más que equívoco, sobre todo después de que el generalísimo Francisco Franco había muerto.

Díaz Ordaz duró pocas semanas como diplomático, que era el papel más diametralmente opuesto a su talante dictatorial. Cuando López Portillo fue a España, en octubre de 1977, y visitó la tierra de sus orígenes familiares, en Caparroso, ya su embajador se había marchado sin avisar a nadie.

Una singular rueda de prensa se organizó cuando Díaz Ordaz fue nombrado embajador. Fue justamente en Tlatelolco, donde estaba la Secretaría de Relaciones Exteriores, entonces presidida por un abogado y amigo de López Portillo, tan veleidoso y superficial como su jefe, Santiago Roel. El canciller se limitó a presentar al “dilecto embajador” ante los periodistas allí reunidos y se marchó. El micrófono quedó en manos de Ordaz, sin algún vocero o moderador que concediera la palabra. Las preguntas menudearon en torno a temas tan frívolos como su presunta relación sentimental con Irma Serrano, “La Tigresa”.

Así transcurría la rueda de prensa, sin mayores sobresaltos, hasta que Rafael López, un joven reportero (conversé más de tres décadas después con él, un meritorio escritor, y ahora sé que se le conoce más como “Chico Pancho”), le hizo una educada pero bien argumentada pregunta sobre la represión al movimiento estudiantil.
-Señor embajador: ha dicho que muchas cosas de lo que actualmente se lee le favorecen bastante; pero desgraciadamente hay muchas cosas que no llegan a las páginas de los periódicos, que no llegan a la letra impresa, para que así puedan llegar a las personas que se dedican a nutrirse con esa información nada más.
Entonces, si la única fuente de información es la letra impresa, yo siento que muchas cosas que uno logra palpar en el pueblo no van a llegar a usted. Hemos oído muchos comentarios en el sentido de que tal vez no como embajador, sino como hombre que se reincorpora a la vida pública, deja mucho qué desear, debido a que si usted asumió una responsabilidad histórica en un momento dado por un hecho que ensombreció la historia del país. Como que todavía en esta designación se está tocando una llaga que no ha podido cicatrizar totalmente…

La respuesta comenzó siendo normal, pero Gustavo Díaz Ordaz perdió de pronto la compostura y concluyó encolerizado:

-Disiento totalmente del criterio muy personal de usted de que hay un hecho que ensombreció la historia de México. Hay un hecho que ensombreció la historia de unos cuantos hogares mexicanos…
“Yo le puedo decir a usted que estoy muy contento de haber servido a mi país en tantos cargos como lo he hecho; estoy muy orgulloso de haber podido ser presidente de la República y haber podido, así, servir a México. Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país, les guste o no les guste, con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, horas, integridad física, peligros, la vida de mi familia, mi honor y el paso de mi nombre en la historia. Todo eso se puso en la balanza. Afortunadamente, salimos adelante.

“Y si no ha sido por eso, usted no tendría la oportunidad, ¡muchachito!, de estar aquí preguntando”.

-¿De qué salvó usted al país?,— le grité desde mi lugar al ex presidente que no daba la palabra a quien no quería. Y entonces se revolvió avanzando hacia mí, para salpicarme con el regaño que le acababa de propinar a Rafael, que era un reportero de porte menudo, de 29 años, enviado por el Centro de Corresponsales:
-¡De la anarquía, de la subversión, del caos, de que se terminaran las libertades que disfrutamos!… ¡Lo que pasa es que no se acuerda, porque estaba usted muy chavito!—, me espetó.

Soy traga años, pero ya tenía 33 cuando eso ocurrió; era jefe de información de la revista Proceso, que llevaba algo más de cinco meses de existencia. Y me quedé con las ganas de gritarle otra vez, porque un par de asientos a mi izquierda recuerdo que estaba sentado el periodista Rodolfo Rojas Zea, para decirle: “él y yo estuvimos allí; Rodolfo sufrió la herida de una esquirla en un glúteo y así continuó trabajando durante horas”.

Pero aquello se tornó caótico y, si al comenzar la conferencia de prensa, era punto menos que imposible preguntar, ya entonces un enfurecido Díaz Ordaz daba fin a la reunión con periodistas a quienes había repetido que lo ocurrido en octubre de 1968 no era el motivo ni el tema de su presencia allí.

El talante autoritario de Díaz Ordaz se expresó no solamente en esa ocasión, sino cuando abandonó la embajada en Madrid: “Me voy porque me da la gana; y no regresaré; no me despediré de nadie, ni del rey”, diría a principios de agosto de 1977.

Moriría dos años más tarde, atormentado por los recuerdos y con un cáncer de colon. Fabrizio Mejía Madrid recreó esos años finales en su novela histórica Disparos en la Oscuridad. Para Díaz Ordaz ya era insoportable el repudio generalizado en México y en España. Lo hacía volver a los recuerdos del 68 cuando las pintas estudiantiles equiparaban su perfil al de un gorila, cuando una leyenda sintetizaba el odio que logró suscitar: “GDO-OJT”; cuando dijo que tendía la mano a los estudiantes y la respuesta fue: “Que a esa mano le hagan la prueba de la parafina”.

La anécdota de la rueda de prensa no puede interpretarse aislada del contexto y del personaje que ante el Congreso de la Unión, en su penúltimo informe de gobierno, dijo que asumía la responsabilidad jurídica, ética, histórica y política de la matanza de Tlatelolco.

Ahora que menciono a Rojas Zea, creo que su caso sintetiza lo que tuvieron que sufrir los periodistas de la época, desde la más aguda represión ejercida por el gobierno, hasta la censura interna en los medios que entonces se ganaron a pulso el apodo que a gritos expresaban los manifestantes: “prensa vendida”.

Escribí en el libro Villa, Sofía Loren y los Sandinistas, editado en 2009 por El Financiero:

“Rojas Zea era un joven reportero que había cubierto para el periódico El Día el movimiento estudiantil de Francia, en mayo de 1968. Cuatro meses después hacía el mismo trabajo reporteril, pero ahora sobre las marchas callejeras en México. Por ello fue natural que amigos comunes le sugirieran a la periodista italiana Oriana Fallaci establecer contacto con Rodolfo para asomarse a esa realidad de protestas contra la represión y exigencias de democratización del país que estaba a punto de ser anfitrión de los XIX Juegos Olímpicos.
“Se citaron el 2 de octubre en el edificio Chihuahua, de Tlatelolco, en donde estarían los principales dirigentes del movimiento estudiantil mexicano presidiendo un mitin. Juntos subieron al tercer piso y juntos debieron permanecer casi una hora tirados pecho tierra mientras transcurría una nutrida balacera que se había iniciado tras la señal de una luz de bengala desde un helicóptero. No tenían alternativa.

Agentes vestidos de civil con un guante en la mano izquierda les apuntaban con sus armas para que ni siquiera intentaran levantar la cabeza. El ejército disparaba contra los edificios que rodean la plaza de Tlatelolco y capturaba a cientos, a miles de estudiantes.
“Oriana Fallaci recibió un balazo cerca de la cintura. Rodolfo esquirlas en un glúteo y la pierna. El caso de la periodista italiana herida en Tlatelolco le dio la vuelta al mundo. El caso de Rodolfo se perdió en el silencio de su propio periódico y el resto de la prensa de la época. Ni siquiera se le publicó una línea del trabajo que, aún herido, siguió haciendo durante horas. Juntos fuimos esa noche a ver los únicos 14 cadáveres que fueron concentrados en la morgue de la delegación más cercana.

“El Día, junto con Excélsior, eran casi los únicos periódicos en los que la dirigencia del movimiento estudiantil confiaba. En esos dos rotativos se publicaban los desplegados, las cartas abiertas, los manifiestos. El hecho de haber censurado las informaciones de su propio reportero —herido mientras cumplía su labor periodística— y haber aparecido el 3 de octubre con la versión oficial de la masacre (tropas del Ejército que se vieron obligadas a “repeler” una agresión estudiantil era la “verdad” gubernamental), describe por sí mismo los límites que alcanzó el autoritarismo del gobierno, colocado en la inminencia de una dictadura civil que pudo haberse trocado en militar y que no soportó la protesta social ni la reproducción de la realidad en los medios”.

“… Los periódicos recibieron una orden tajante: ´no más información´…” narró la escritora Elena Poniatowska: “En el diario Novedades, uno tras otro fueron rechazados los artículos que escribí, incluso una entrevista con Oriana Fallaci.
“La encontré indignada en su cama del hospital Francés. Hablaba por teléfono con algún miembro del Parlamento Italiano para pedir a gritos que la delegación italiana a las Olimpiadas cancelara su viaje. Por fin accedió a decirme: ´¡Qué salvajada! Yo he estado en Vietnam y puedo asegurar que en Vietnam durante los tiroteos y los bombardeos hay refugios, trincheras, agujeros, qué sé yo, a donde correr a guarecerse. Aquí no hubo la más remota posibilidad de escape. Al contrario: tiraron sobre una multitud inerme en una plaza que es en sí una trampa”.

La herida de la Fallaci dio la vuelta al mundo. El rebote de proyectil de M1 en la nalga de Rojas Zea no logró destrabar la censura en su propio periódico. Como dice Poniatowska: “Los periódicos no informaron como debieron hacerlo. Salvo honrosas excepciones, la censura silenció a las conciencias”.

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