Como en la conocida expresión relativa al Tío Lolo, los gobiernícolas se hacen idiotas solos. Aprovechados ante la sequía de buenas noticias en su entorno, se cuelgan de todo lo que pueda significar un punto positivo. Ignorantes que son, no se dan cuenta de que lo que ellos piensan que les redituará simpatías sólo los aleja más de la estimación popular.

Pensando en el mero mero, encontramos que en menos de tres años echó su activo a la basura por ciertas conductas frívolas (inconcebible que no pueda meter al orden a su esposa y su hijastra, las super stars); por incumplimiento de las metas del Pacto por México, que tantas y tan vanas esperanzas despertó y la fallida operación del área informativa, agravada por el uso de un burócrata profesional habilitado como experto en el tema.

La detección, que no fue tal, sino la protesta de los jornaleros esclavizados en Baja California, sólo es uno de los casos menos emblemático de lo que sucede en el resto del país. En los años 80 el entonces senador Heladio Ramírez López con apoyo del líder legislativo, Antonio Riva Palacio, organizó una gira de estudio para recorrer la ruta de lo que denominó “La migración campesina en México”.

El resultado se plasmó en un libro de muy limitada circulación (los campiranos no son interés de nadie salvo, como decía el PRI, para que voten) pero los escenarios visitados fueron sencillamente aterrorizantes. A quienes presenciamos las entrevistas con los jornaleros, como elegantemente los llaman ahora, no dejó una sensación que duró semanas. Y a pesar de documentarlo, de publicarlo y de denunciarlo –hecho a cargo de Heladio—no hubo autoridad que se interesara en el asunto.

En aquella ocasión a nadie se le ocurrió mezclar la explotación inmisericorde, brutal, la violación de los derechos humanos y de toda índole, con la simpleza de protestar porque no estaban en atropellaban sus derechos laborales o alguna estupidez similar. El asunto, como se vio en aquella ocasión es humanitario.

Se pudo establecer que las familias de los migrantes que podían ser de cualquier lugar del país, eran enganchadas por sujetos que cuentan con una organización perfectamente aceitada que recoge a los trabajadores y los traslada a los campos agrícolas de Sinaloa; de allí, según la temporada, las llevan a Baja California, de donde parten al norte de Sonora y luego bajan hasta los límites entre Veracruz y Oaxaca y a Morelos. En estos tres puntos se dedican a la caña de azúcar.

Los campamentos con grandes tiendas y cocinas colectivas no existen entre los trabajadores que visitamos. Los clanes familiares visten harapos, pedazos de algo que fue ropa, totalmente enegrecidos por la caña quemada, se alojan bajo tiras de plástico atadas con cordeles y cercadas con piedras y lodo que impiden que se inunden cuando llueve, a condición de que la lluvia no sea intensa.

El alquiler incluye a los niños, muy aptos para recolecciones en arbustos con frutos a baja altura o a ras de suelo. No se permite que los niños acudan a la escuela, su destino queda definido desde la primera infancia.

La madre, luego de colaborar en las cosechas, cocina en un fogón improvisado con piedras y calentado con bagazo de caña. Los alimentos son precarios y si hay cierta abundancia económica, además de tortillas con sal y chiles crudos, se pueden añadir frijoles en caldo y un trozo de algún guisado que nunca será carne.

Si las autoridades, que están apenas conociendo el país, quieren comprobar que esto no ha cambiado, con perder un par de horas y situarse en la zona cañera de Morelos tendrán una comprobación de que el porfiriato no morirá mientras los gobernantes crean que la nación nace, crece y se desarrolla en los cubículos académicos.