Como en un pintoresco pueblo, de los que hay miles a lo largo y ancho del territorio nacional, a las autoridades les parece lo más cómodo y natural programar todo tipo de eventos deportivos, musicales o comerciales en la plancha del Zócalo o en las principales calles del centro, incluso en el Paseo de la Reforma.
Este fin de semana, por ejemplo, la Plaza de la Constitución y las calles aledañas se cerraron para una exhibición de vehículos y pilotos de Fórmula 1, que en noviembre próximo se volverá a correr en México, después de muchos años.
Parece estar de más que la ciudad cuente con una pista completa, donde desde luego se correrá la competencia en su momento, pero en donde regularmente hay todo tipo de eventos, sobre todo relacionados con coches y motocicletas, y donde el público podría ver el espectáculo con más comodidad para los aficionados y sin alterar la vida citadina.
Hace unos años fue peor. El Paseo de la Reforma, que acababa de estrenar concreto hidráulico –una de las pocas cosas que se hizo bien en la ciudad de México en el gobierno de López Obrador— fue repavimentado con asfalto para usar sus tramos centrales en una exhibición de este mismo tipo. Como si no hubiera pista ad hoc.
A principio de este mes el Zócalo fue habilitado como un diamante de beisbol, que si bien el espacio donde juega el equipo capitalino está actualmente cerrado y en proceso de construcción el nuevo estadio, la diversión se pudo haber adelantado o pospuesto para hacerse en su entorno natural.
Y así, conciertos callejeros o placeros, ferias y exhibiciones, todo en el tono de ese ambulantaje que tan bien parece caerle a los funcionarios capitalinos.
Auditorios, campos e instalaciones deportivas, pistas, toda la infraestructura que pese a su crecimiento desordenado ha construido la ciudad de México a lo largo de su historia, no parecen ser escenarios gratos o dignos de ser utilizados.
Como en un pueblo.