Nuestro país fue establecido desde hace varios años como el lugar más peligroso para ejercer el periodismo en el planeta.
Los asesinatos, desapariciones y desplazamientos forzados de informadores y comunicadores se han acumulado a lo largo de varios lustros, primero por decenas, ahora por cientos.
Es un fenómeno al que no se le ve fin y afecta no sólo a quienes se desempeñan en el oficio, sino a la sociedad en su conjunto.
A fin de cuentas el objetivo es limitar el flujo de información pública, cuando la delincuencia organizada siente afectados sus intereses y márgenes de acción.
Ahora, esa oleada destructiva ha llegado a la ciudad de México, alarmada el fin de semana por la noticia de que un fotoperiodista veracruzano Rubén Espinosa, que venía huyendo de las amenazas mortales en esa entidad, fue finalmente abatido en una colonia capitalina, junto con varias acompañantes.
Como con el resto de las actividades de la gran criminalidad que asedia al país, las autoridades intentan tranquilizar a los habitantes de la metrópoli con la teoría de que aquí no hay delincuencia organizada.
Es cierto que aquí no se viven los extremos de territorios fronterizos, serranos o costeros, donde los retenes a veces son de las fuerzas de seguridad y con frecuencia de los malvivientes que tienen bajo su control las zonas, de pueblos o ciudades donde ha desaparecido la vida social y las actividades públicas de entretenimiento o diversión. Como en Veracruz, por cierto, donde hay registrados ya casi una veintena de periodistas muertos en los últimos años, y desde donde los tentáculos del crimen pudieron seguir y ubicar al fotógrafo ultimado ahora.
Pero es un espejismo pensar que a la larga la violencia ascendente de los malhechores puede ser contenida en la llamada provincia, y que es posible impedir permanentemente la contaminación del espacio citadino.
La evidencia muestra cómo estos hechos, todavía aislados pero contundentes, en realidad ya están ocurriendo en la ciudad.