Catón

Recordar es beber

Recordar es beber
Periodismo
Agosto 12, 2019 20:35 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

En tiempos de mi otra juventud, cuando me dio por viajar de aventón a muchas partes, fui a caer en un pequeño pueblo de Jalisco llamado Pihuamo. Gente muy buena, campesina, me recibió una noche en su ranchito, y dormí el sabroso sueño del caminante en la bodega del maíz. Me despertaron en la madrugada los sonoros mugidos de las vacas que pedían ser ordeñadas. Me levanté, y en la oscuridad que todavía no disipaba la luz del nuevo día encaminé mis pasos al corral. El señor de la casa, al verme, trajo un jarro de regular tamaño, en él puso la leche que salía caliente, humeante de la ubre de la vaca que estaba ordeñando. Luego puso en el jarro una tablilla de chocolate, y terminó de llenarlo con un generoso chorro de alcohol puro de caña. Me dijo aquel buen hombre al hacer esto último: ’Un chingazo de lo bueno, joven, pa’que le sepa’. Perdón por la palabra, pero no hay otra mejor para significar una dosis generosa de algo. Terminada su obra el señor meneó el jarro a fin de que se mezclaran bien aquellos ingredientes, y me lo tendió con la grave cortesía de los rancheros cuando ofrecen algo.

Hacía un frío de la chingada, otra vez con perdón. De la sierra bajaba un viento de lobos capaz de hacer tiritar a los habitantes del infierno. La neblina llegaba al suelo. Yo estaba helado hasta los... no diré hasta dónde, pero estaba helado. Le di un trago a aquel mágico elixir, y fue como darle un trago al sol, o por lo menos a la lumbre que ardía ya en el fogón de la cocina de la casa. Un dulce calorcillo me poseyó todas las fibras del cuerpo, y después las del alma. Jamás he bebido cosa alguna que me haya hecho sentir tan bien, y vaya que he bebido muchas cosas en la vida que me han hecho sentir bien. Si yo pudiera confeccionar esa maravillosa poción en el exacto modo en que la elaboró aquel demiurgo campesino, la patentaría, y de seguro me haría millonario en dólares vendiéndola en las heladas regiones de Alaska y Canadá.

Otro líquido parecido a ése, pero de inferior calidad, recuerdo haber bebido en farragosas farras en la Ciudad de México. Por las esquinas de San Juan de Letrán, calle cuyo precioso nombre se cambió por la burocrática designación de ’Eje Central Lázaro Cárdenas’, había hombres callados que vendían un raro bebistrajo al cual atribuían poder vigorizador, especialmente en lo que atañe al menester erótico. Esa bebida estaba hecha con partes iguales de leche de vaca y leche Nestlé. Se calentaba la mezcla en una parrilla de gas y se le añadían un par de cucharadas de chocolate en polvo, entonces grandísima novedad. A continuación, el vendedor volvía la vista a todas partes, receloso, y luego, volteándose hacia la pared a fin de no ser visto, le añadía al líquido un chorrito de alcohol. (Era muy poco, por eso ahora no dije ’chingazo’).

Muy recordadas son también las famosas ’veladoras de Santa’. Esta señora -todos le decían Santita- inventó en la Capital otro notabilísimo brebaje compuesto de té de canela, jarabe de diferentes frutas y alcohol de botica. Ella o su cantinero ponían una hilera de vasos sobre el mostrador, los llenaban y luego les prendían fuego a todos con un solo cerillo. El mesero servía las veladoras en las largas mesas comunitarias donde los clientes se acomodaban. Para apagar la lumbre ponías la mano sobre el vaso, con gesto elegante de conocedor. No era raro ver, mezclados como iguales entre los parroquianos del establecimiento, a Cantinflas, Jorge Negrete o Agustín Lara, y ocasionalmente a gente menos importante, como algún presidente de la República.

En este punto dejo de escribir. Se me ha hecho agua la boca con estos sabrosísimos recuerdos. Estoy escribiendo esto en domingo. Es la una de la tarde. Con permiso de ustedes voy a tomarme un tequilita en homenaje a aquellos insignes brebajes de mi sabroso ayer.

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