Presente lo tengo yo

Ajedrez: casi ciencia, casi juego

Ajedrez: casi ciencia, casi juego
Periodismo
Octubre 29, 2020 18:14 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

En el confinamiento en que me hallo acabo de ver en Netflix una excelente serie. Se llama ’Gambito de Dama’ y tiene que ver, como sugiere el nombre, con el ajedrez.

Siempre igual, cambiante siempre, como el mar, es el infinito juego del ajedrez. La mente humana y las máquinas que los hombres han creado no acabarán jamás de reducir a término las complicadas urdimbres que pueden tejer las 32 figuras blancas y negras en los 64 escaques negros y blancos del tablero.

En Saltillo ha tenido el ajedrez cultivadores muy notables. Don Hugo Pimentel, amable, gentilísimo caballero, encontraba en el ajedrez descanso para las arduas fatigas de sus negocios. Don Francisco Charles salía de su trabajo de corrector de pruebas en El Sol del Norte e iba al Café Victoria, donde veía salir el otro sol mientras disputaba con algún buen aficionado una enconada partida cuyas exquisitas combinaciones hubieran firmado sin desdoro Morphy o Philidor. Dudo que haya habido alguien tan bueno para resolver problemas –’mate en tres jugadas; mueven las blancas’- como don Eutimio Cuéllar, el queridísimo maestro Timo, que con su mente de prodigioso matemático descifraba las más complicadas combinaciones. El profesor Alfonso Alveláiz Carballeda fue igualmente maestro insigne de ajedrez.

Mucho antes que ellos el señor licenciado don José María de Letona fue ajedrecista de corazón. ’Tanto gusto y afición tomó por el complejo juego -escribió don Artemio de Valle Arizpe, su alumno- que en más de una ocasión dijo en su casa que no lo perturbaran, que se iba a encerrar en su biblioteca a hacer algo muy importante. Y como el tiempo corría y aquel hombre continuaba encerrado a piedra y lodo, las buenas gentes de su familia creían que estaba atareadísimo escribiendo -¡bendito sea Dios!- alguno de los libros de que hablaba constantemente que iba a componer y que le producirían buenos dineros. Pero para que no se fatigara demasiado, pues ya en tantísimas horas de trabajo debería de haber escrito muchísimas cuartillas llenas de maciza erudición, lo forzaron a que abriera la puerta, y el hombre no había estado ante ningún papel, ni sus manos sostuvieron pluma ni lápiz alguno, sino que había permanecido absorto, embebecido, con el pensamiento todo derramado en el tablero de ajedrez que tenía delante, porque dizque estaba inventando unos insolubles gambitos que habían de dejar turulata a la humanidad entera’.

Pero la palma entre los más devotos ajedrecistas de Saltillo se la lleva aquel don Chuy de que nos habló José García Rodríguez en una de sus sabrosas narraciones. Era tendero el tal don Chuy, y tenía un amigo que llegaba temprano a su tienda a jugar con él interminables partidas que por nada del mundo interrumpía. Llegaba un muchachillo y le solicitaba:

-Me da una pieza de pan de azúcar, don Chuy.

-No hay -respondía él sin levantar la vista del tablero.

-Ahí están -decía el niño comprador.

Y respondía contundente don Jesús:

-Están mosqueadas.

El natural instinto del comerciante, que es vender, cedía ante la desmesurada afición del ajedrecista, al que ni siquiera un rayo que hubiese caído junto a su silla habría hecho apartarse del juego. Como dijo don Artemio: ¡bendito sea Dios!


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