Presente lo tengo yo

El cine, paraíso recobrado

El cine, paraíso recobrado
Periodismo
Julio 15, 2020 20:38 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

En aquel tiempo había aún clases sociales, no como en éste, que ya ni clases hay. La cosa no estaba ’revueltita’, como decían mis tías. El cine de la clase alta y media alta era el Palacio. Tanto que ni cine se llamaba: se llamaba ’cinema’. Su calle era la de Victoria, el paseo de la gente bien –fifí, se dice ahora-, y sólo se acordaba de la otra gente dos días a la semana -los martes y los viernes-, cuando presentaba funciones ’populares’ con tres películas, pero siempre americanas con subtítulos que ’los de más abajito’ no podían leer aprisa.

El cine del proletariado era el Teatro Obrero, que luego fue el Cine Saltillo, por la calle de Aldama. Ahí pasaban solamente películas mexicanas, con excepción de las de Cantinflas -salía una cada año- que reclamaba para sí el Palacio. También se presentaban en el Obrero las caravanas de artistas de la legua, patrocinadas por alguna marca de cigarro o de cerveza tirando a lo barato.

El cine era reflejo de la sociedad. Años cuarentas: estaba vivo el recuerdo de los conflictos religiosos, y la gente expresaba en forma espontánea sus sentimientos y su fe. Siempre que aparecía en la pantalla un ’padrecito’ -a cargo siempre de don Domingo Soler o don Carlos Baena- el público aplaudía, y no se diga si salía una imagen religiosa, sobre todo un Cristo crucificado, o la Guadalupana.

La gente era también institucional, y aplaudía igualmente cuando en los noticiarios se veía al Primer Mandatario de la Nación inaugurando alguna obra o leyendo su informe de Gobierno. El altar y el trono eran respetados por igual en aquella sociedad que aún después de la Revolución seguía siendo en algún modo porfiriana.

Antes estuvo el Cine Marycel. Tenía una especie de ’mezanín’, donde se bailaba. Entre película y película iba la gente a ese sitio. Ahí tocaba una orquesta -la de Cuevas, Yeverino o Tapia ’reforzada’-, y bailaban las parejas los ritmos de moda. Luego, terminado ese intermedio terpsicoriano, se reanudaba la función de cine.

También había ’martes de buen humor’’. En ellos se presentaba alguna variedad en vivo: un ventrílocuo o algún artista venido de Monterrey. Se bajaba un telón en donde estaba escrita la letra de la canción en boga, y el público la cantaba siguiendo la indicación de un puntito luminoso que, dirigido desde el proyector, iba marcando la parte del texto que correspondía a la música del piano o de la orquesta.

Los niños teníamos ’el matiné’. Era los domingos, de modo que si queríamos ir debíamos levantarnos temprano para ir a misa, pues entonces no se usaba eso de la misa los sábados o el domingo por la tarde. La función de matiné comenzaba a las 9.45 de la mañana. Se exhibían dos películas, una de vaqueros y otra no. Las películas de vaqueros eran clásicas; iguales siempre sus personajes: ’el muchacho’ -o sea el héroe- con su caballo; ’el amigo’, fiel seguidor de aquél; ’la muchacha’, salvada por el protagonista de los riesgos en que la ponía ’el malo’ o villano de la película; ’el viejito’, que era casi siempre el papá de la muchacha, y un personaje cómico semejante al bobo de las comedias españolas, representado casi siempre por Andy Levine.

La película que no era de vaqueros era de marcianos o era de monstruos. En el primer género vimos las aventuras de Buck Rogers y ’La invasión de Mongo’, que por cierto menciona García Márquez en su libro de memorias. En el género del terror nos asustamos con el Drácula de Bela Lugosi, el Hombre Lobo de Lon Chaney o el Frankenstein de Boris Karloff.

Los noviazgos de clase media se llevaban a cabo los martes y viernes populares. A la función de los viernes iban las internas de la Normal. Las clases se suspendían a tiempo para que las muchachas pudieran ir al cine. Ahí las cortejaban sus galanes, sobre todo los de la Narro. El amor de la buena sociedad era los domingos por la tarde. Las parejitas se encontraban en el Palacio, y luego caminaban de uno a otro extremo por la calle de Victoria. Sus ires y venires serían reseñados puntualmente en una columna periodística de buen tono –otra vez fifí- que se llamaba ’Victoreando’, que escribía joven muy atildado, quizá demasiado.

Procesión de sombras es ésta. Pasan por el recuerdo nuestros días de cine, y los encontramos iguales a los de hoy. Todo cine es un paraíso jamás perdido, sino antes bien cada día recuperado.

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