Opinión

En tiempos electorales, un caso de desafuero

En tiempos electorales, un caso de desafuero
Periodismo
Julio 23, 2021 21:50 hrs.
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Rodolfo Villarreal Ríos › guerrerohabla.com

Se aproximaban los tiempos de las elecciones y el caudillo andaba inquieto. Ya no solamente los adversarios advertían que era tiempo de un cambio, sino que quienes en el pasado fueron sus aliados estaban convencidos de que el líder ya no daba para más. Sin embargo, nada de eso convencía al caudillo quien no estaba dispuesto a soltar las riendas, así como así y permitir que otro viniera a ocupar su lugar. Parecía que de pronto se habían olvidado de que él, y solamente él, era capaz de mantener el rumbo firme. ¿Acaso olvidaban gracias a quien fue factible lograr aquel cambio? ¿En qué cabeza cabe que aquel muchachito educado en el extranjero podía ocupar su lugar? ¿De donde aquellos revoltosos llamantes de la democracia iban a sacar capacidad para poder llevar al país por la ruta del progreso y domeñar al potro salvaje que él logró someter? ¿Cómo era posible que aquel añoso, su compañero de armas y favorito del ayer, creyera que podía ser su sucesor? El caudillo estimaba que su obra aun no estaba concluida y solamente bajo su conducción era factible llevarla a buen termino y para concretarse objetivo no se detendría ente nada y si era necesario ofrecer escarmientos públicos, pues echaría mano de cualquier asunto, eso sí a manera de mensaje para el objetivo principal. Y aquí empieza la historia que les narraremos.
Eran los meses últimos del año previo al que marcaría el principio del fin, pero nadie lo imaginaba, ni mucho menos lo sabía. Los grupos políticos se formaban, el muchachito educado en el exterior viajaba por el país ofreciendo la democracia como por arte de magia. Asimismo, alrededor del pretendiente añoso se integraban grupos convencidos de que por esa vía sería factible mantener la paz y el progreso. Pero todos sabemos que para eso de hacer política y aspirar a cargo alguno se requería en aquellos tiempos, y en todos, estar provisto de un buen numero de talegas repletas de monedas de oro y plata. Si bien los aspirantes no carecían de ellas, a uno se las proveía la familia y al otro los ’ahorritos’ acumulados a lo largo de su vida, eso no era suficiente para financiar la empresa que emprendían. Dada esa circunstancia, nunca faltan almas pías y desinteresadas en ayudar a las causas buenas. En esta ocasión habían decidido hacerlo por partida doble. Lo mismo financiaban al joven que al añoso. Al primero porque, al final de cuentas, era uno de ellos. El segundo, aun cuando era era nativo del oeste, ya llevaba tiempo por aquellos rumbos del noreste y lo consideraban de casa.
Nada de lo mencionado desapercibido a los ojos del caudillo quien estaba consciente de que los del noreste buscaban apoderarse de su cargo, los había dejado hacer negocios y ganar mucho dinero, pero les negaba participación importante en asuntos políticos. Sin embargo, el caudillo no era hombre de arrebatos, los años, le enseñaron que a la hora de las decisiones importantes era conveniente ir paso a paso. En esas estaba cuando, como caído del cielo, se destapa un alegato judicial que involucraba a una figura prominente entre el grupo de partidarios del aspirante presidencial añoso. Al igual que este, era nativo del oeste y ostentaba el cargo de senador por el estado del noreste en donde el primero gobernaba, al parecer el eje oeste-noreste estaba mas tejido de lo que a la vista simple lucía. Pero retornemos a la querella legal.
El senador en cuestión, abogado de profesión, nunca dejó de ejercer su oficio. Uno de ellos había sido el de la administración de los bienes de una señorita, de las de antes dirían en el pueblo. Todo había trascurrido con normalidad aparente desde que se le entregara el poder correspondiente tres años antes, hasta que la dama requiriera de su apoderado ver algo mas que papeles que firmar. Eso comenzó cuando fueron signados los papeles correspondientes para que el ahora senador se encargara de administrar los bienes de la interfecta y a cambio recibiría una tercera parte de las utilidades liquidas que los negocios redituaran. La base principal de los ingresos que estos generaban se daba en función de lo producido en una hacienda ubicada en un estado central rezandero a mas no poder. En la finca había un administrador quien se encargaba de remitir a la ciudad de México una parte del dinero que se generaba acompañado por relaciones de gastos e ingresos, así como la justificación de los mismo. En el caso del apoderado en la capital de la república, su acción consistía en recibir el efectivo, depositarlo en el banco, emitir cheques para cubrir los gastos que la señorita tenía y revisar los reportes de cuentas. En el tiempo que se desempeñó como administrador de la hacienda, un año ocho meses, solamente la visitó en un par de ocasiones y en una de ellas fue para arreglar una transacción de aguas con una finca vecina, un asunto que resultó ruinoso al grado de que tiempo después hubo de echarse abajo. Pero eso no era el motivo de la acusación que, en el año previo al que marcaría el principio del fin, se endilgaba al senador.
Se le acusaba de que a él lo único que le importaba era que se tuvieran utilidades, mismas que no necesariamente tendrían que venir de la generación de una producción mayor y un manejo adecuado de los costos. En ese sentido, se convirtió en tejedor de milagros. Contrató un amigo suyo ducho en asuntos de contabilidad y, entre los dos lograron materializar el objetivo…en los libros. Así, durante el primer año de gestión del administrador logró que los ingresos aumentaran a más de cifras cercanas a la primera centena en miles. Pero no todo era eficiencia, detrás había un truco. La mayor cantidad de ventas se debía al mercadeo de semillas que ya estaban en las trojes y de siembras ya efectuadas previo al arribo de administrador tan eficaz. Pero como tener utilidades se requieren otras cosas, fue necesario armar un tinglado en donde se redujeran los gastos. Eso fue factible lograrlo mediante la apertura de una cuenta bancaria particular a nombre de la señorita administrada, en ella, la cuenta, se cargaban todo tipo de gastos. Los réditos de todos los capitales que la dama debía, pagos de peritos, gastos de escrituración. Al parecer, la ciudadana era poco versada en asuntos financieros o pecaba de crédula, pues nunca vio libro de contabilidad alguno y creía en la palabra de su administrador. Sin embargo, había otros jurisconsultos involucrados en los negocios referidos quienes no eran cercanos al administrador. Ellos fueron quienes prendieron las alarmas y empezaron los cuestionamientos hasta llegar al punto del litigio ante un juez quien determinó que se le requiriera depositara en un banco el monto de las utilidades y otras sumas que alcanzaban el medio centenar en miles que se había autoasignado alegando haberlo hecho con la autorización de quien le confió la administración. Sin embargo, no se podía ejercer acción penal en contra del acusado por estar pertrechado por el fuero que le otorgaba su condición de senador suplente en funciones.
Todo lo anterior le cayó como anillo al dedo al caudillo. Se le presentaba la oportunidad de mandar el mensaje esperado al amigo del ayer y, al mismo tiempo, demostrar que bajo su mando no había intocables de especie ninguna. Como era de esperarse, los partidarios del aspirante añoso, entre ellos uno de sus hijos, salieron a dar la cara por su correligionario. En las páginas de un diario de cuño nuevo instrumentaron la defensa pública del acusado. Argumentaban que era un hombre quien vivía en un mundo elegante, producía literatura, ascendió a las cumbres de la política, sus labios derramaban bondad, sus manos parecían servir solo para las efusiones de cariño. Todo en él respiraba dulzura y virtud. Era un hombre bueno, era un justo. Solamente les faltó decir que a diario se confesaba y comulgaba, no dejaba de rezar el rosario cada tarde y el domingo su presencia en misa era perene. Para ellos, todo era un asunto de venganzas políticas del caudillo vía el grupo que lo rodeaba, al tiempo que se buscaba mandar un mensaje a los inquietos.
A la hora del juicio de desafuero, los diarios proclives al caudillo no perdieron oportunidad de lanzarse sobre el acusado. Lo mismo clamaban que el fuero no era coraza alguna para cubrir a delincuentes, al tiempo que demandaban que sí el acusado era inocente, pues que voluntariamente renunciara a dicha protección y enfrentara el juicio. Asimismo, le imputaban falsedad de declaraciones y haber maniobrado para que una prima suya apareciera como beneficiara de un testamento que, supuestamente, dictó la otrora administrada y en el cual aparecían como testigos dos de los que entonces rompían lanzas en su defensa. Todo eso fue expuesto en el seno del recinto legislativo en donde los partidarios del acusado atestaron las galerías de ’seguidores’ quienes debidamente aceitados gritaban toda clase de epítetos en contra de quienes buscaban demostrar la culpabilidad del senador camino a dejar de serlo. Estaba por enfrentar a los legisladores investidos como el gran órgano para enjuiciarlo a nombre de la patria.
No obstante, la gritería ensordecedora, la suerte del acusado ya estaba echada desde días antes. Los asuntos relacionados con los dineros de la dama poco importaban, en realidad, los oradores no hacían sino dar forma jurídica a las ordenes del caudillo. Obviamente, nadie invocó el nombre de persona tan egregia, eso iría en contra de la división de poderes, algo que ahí se respetaba al pie de la letra, de eso ni duda había. La acusación estaba fincada en que el senador había incurrido en los delitos de prevaricato, fraude y falsedad en declaraciones previstos en el código penal correspondiente. Ya solamente faltaba que los padres conscriptos emitieran su voto para que aquello se decidiera conforme a lo dispuesto en la ley.
Primero, se sometió en lo general el dictamen a los dictaminadores cuyos integrantes lo aprobaron por ciento sesenta y tres votos contra cinco. Posteriormente, al presentarse en lo particular, la votación fue de ciento cincuenta y ocho contra diez. Ya no quedaba duda, se le había despojado de la coraza protectora. El de occidente que representaba al noreste tenia que enfrentar a la justicia en otros ámbitos. Ahí estaba con su frente pronunciada que anunciaba la alopecia inminente, mirada triste, bigote prominente de puntas enriscadas, los labios cerrados, vestido de oscuro. Sabia cual era su destino inmediato.
El juez ordenó su captura y en una celda pasaría las navidades y recibiría al año que marcaria el principio del fin del caudillo. El representante de la ley negó el beneficio de la libertad causional, al tiempo que se apegaba al librito y decretaba la incomunicación del reo. Lex dura lex era la consigna, iba de gane con que no se les ocurriera alguna otra medida de esas que convencían a cualquiera de declararse culpable hasta del pecado original si era necesario. Mientras tanto, en las páginas de los diarios, partidarios y rivales, expresaban opiniones. Los correligionarios del detenido clamaban por su inocencia. En ese contexto, un grupo de abogados de occidente llenos de conmiseración, por pura casualidad eran simpatizantes del aspirante añoso, emitían un voto de confianza en favor del inculpado buscando con ello se le liberara y exculpara de los cargos. Eso fue música celestial para los oídos de los corifeos del caudillo quienes hicieron mofa de la propuesta. Mientras tanto el desaforado seguía en la cárcel.
Ahí, se pasó seis meses. Cuando salió, ya el candidato añoso y sus seguidores eran casi humo. El muchachito estudiado en el extranjero era la cabeza de la oposición. Sin embargo, a la hora de la votación, ’las mayorías’ expresaron su confianza en que el caudillo era el único capaz de continuar con la obra transformadora. Sin embargo, aquello no dudaría mucho y pronto la pradera, plena de yesca, terminaría por incendiarse y en medio de todo aquello el desaforado del otrora encontraría el resquicio para volver a la palestra política.
Durante el interinato, lo ocuparían para asistir al titular de la instrucción pública. Más tarde, cuando el chamaquito estudiado en el extranjero abrió la puerta a la democracia, el senador del ayer se acogió al partido de los rezanderos y de la mano de ellos pudo llegar a la primera magistratura de su estado natal, mismo que ya había gobernado su padre quien terminó inclinado la testuz ante el barbirrubio que vino del otro lado del mar. Pero de eso nadie se acordaba. Posteriormente, cuando el asesino usurpó el cargo, el devoto ferviente fue y le sirvió para ocuparse de los asuntos externos. Hasta ahí llegó y se retiró a escribir. En el futuro de los suyos nada tendría que ver, a uno de ellos después de que sembró esperanzas y repartió bondades a manos llenas, los mismos quienes lo alababan terminarían por hacerlo responsable único del desastre que heredó. Pero todas estas son historias de un país que ya solamente prevalece en la memoria de quienes hurgamos en la historia. En dicha nación ya no hay caudillismos, ni mucho menos se utilizan los desafueros para terminar con los enemigos políticos, esas son cosas del antepretérito el cual, desde hace mucho tiempo, dejó de existir. vimarisch53@hotmail.com
Añadido (21.29.100) Todos los días conocemos de un distractor nuevo. Eso sucede cuando los resultados positivos se fueron de paseo y nadie los encuentra.

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