Presente lo tengo yo
Armando Fuentes Aguirre ’Catón’
José Rubén Romero, el autor de ’La vida inútil de Pito Pérez’, solía recordar en sus escritos y conversaciones a los generales que conoció en las luchas revolucionarias de su estado natal, Michoacán.
Por esas tierras anduvo Joaquín Amaro, jinete en su caballo güinduri. Hace algún tiempo el buen amigo Nacho Diego, que sabe mucho de las cosas del campo, me hizo el favor de explicarme qué es un caballo güinduri. Es aquél cuyo pelaje presenta manchas como las de los caballos que montan los pieles rojas en las películas del Oeste.
El general Amaro, de origen yaqui, alcanzó fama legendaria. La gente aseguraba que tenía el don de la ubicuidad, pues se le veía por la noche en Quiroga y luego, a primera hora del día siguiente, en Puruándiro.
Los federales tenían más miedo de Amaro que del mismísimo demonio. Le atribuían crueldad de indio salvaje, cosa que no era cierta, pues el hombre siempre ejercitó cualidades de misericordia en las duras cuestiones de la guerra.
-¡Ái viene el de la arracada! -gritaban los pelones. Y ponían pies en polvorosa. Hacían bien: más vale que digan aquí corrió que aquí murió.
Gente de toda laya andaba en la Revolución con el grado máximo de general. Andaba un tal Mastache, valiente hasta los extremos del suicidio, que sonreía ante las balas y cañonazos del enemigo pero temblaba como hoja al viento en la presencia de su esposa, tremebunda mujer que casi le doblaba la estatura y decía sonoras maldiciones igual que sargento de cuartel.
Andaba un tal Cecilio García, que formó su reducida tropa con toda su parentela: hijos, yernos, cuñados, primos, tíos y sobrinos. En familia hizo la Revolución ese Cecilio.
Figura singular debe haber sido la de don José Inocente Lugo, también general. Tenía como libro de cabecera el Código de Procedimientos Civiles del Estado de Michoacán. En ese aburrido mamotreto hallaba lectura amena y deleitosa, vaya usted a saber por qué. Aunque anduviera en el monte, en plena campaña, asediado por el enemigo, tan pronto se hacía de noche don Pepe se iba a dormir tranquilamente, para cuyo efecto se ponía camisón y gorro, cual si estuviera en el plácido recogimiento de su alcoba y no en los barrancos y quebradas de la fragosa sierra michoacana.
Fama de gran bebedor tenía el general José Rentería Luviano: era capaz de apurar dos o tres botellas de coñac sin que se le enturbiara la vista o le temblara el pulso al disparar. Bebía su coñac con ’chaser’ de cerveza, es decir, trago de coñac y trago de cerveza. Extraña manera de tomar. Y de echar a perder dos cosas buenas.
Irineo Rauda, en fin, fue pintoresco general. Aseguraba que en dos tres días acabaría con Huerta si le daban ’un digerible y un azulmarino’. (Quería decir un dirigible y un submarino). Este General, don Irineo Rauda, lamentaba que la Revolución hubiera ’degenerado en gobierno’, y es el autor de una famosa frase que pasó a la Historia: ’Éramos los mesmos, nomás que andábanos devididos’. Eso lo dijo al celebrar la formación del Partido Nacional Revolucionario, creado por Plutarco Elías Calles, antecedente de lo que es ahora el PRI. En aquel PNR entraron igual antiguos zapatistas que villistas; lo mismo carrancistas que obregonistas. A todos les hizo justicia la Revolución, hasta que se cayó el arbolito donde dormía el pavo real.
Presente lo tengo yo
‘Catón’ Cronista de la Ciudad