’Catón’

Entre santa y santo...

Entre santa y santo...
Periodismo
Enero 25, 2020 21:34 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre › guerrerohabla.com

’El hombre es fuego, la mujer estopa; llega el diablo y sopla’. Así dice el sapientísimo refrán salido del ingenio de alguien que conocía muy bien tanto la naturaleza humana como la diabólica. Con el mismo conocimiento la Iglesia ha dicho siempre que entre santa y santo hay que poner pared de cal y canto.

Se iba a inaugurar el grandioso monumento a Cristo Rey que en el cerro del Cubilete hizo levantar la piedad y el tesón del fraile carmelita don Eleuterio Ferrer, español de nacimiento, mexicano por elección del corazón. Asistieron al acto decenas de miles de hombres y mujeres venidos de todas las ciudades del Bajío. La consagración de la preciosa estatua la iba a hacer Su Excelencia Reverendísima don Emeterio Valverde y Téllez, obispo de León.

Desde la víspera llegó una enorme multitud a lo alto del cerro y ocupó la explanada en cuyo centro se hallaba el monumento. Se iba a hacer la velación del Santísimo; al amanecer se oficiarían varias misas, y por último tendría lugar el solemne acto de la bendición de la estatua.

Estaba en el cerro Fernando Robles, apuesto muchacho, y muy acomodado, que residía en Silao. Su madre, doña Mercedes, había colaborado activamente con fray Eleuterio en la recaudación de fondos. Llegó el joven Fernando a caballo, acompañado por amigos, y con ellos levantó en el lugar una tienda de campaña de buen tamaño para pasar la noche.

Pronto se les acercaron algunas muchachas de muy buen ver -y de mejor tocar- que les pidieron pasar la noche bajo aquel techo improvisado. En aquella altura las noches eran frías; soplaba un vientecillo que se metía hasta los huesos. Los jóvenes, claro, no tuvieron inconveniente en recibir aquella grata compañía. Si lo hubieran tenido no figurarían en esta narración: yo los habría excluido del relato por pendejos y los habría condenado a la severa pena del olvido. Pero admitieron la compañía de las muchachas, por eso reciben aquí grato acogimiento.

Y sucedió, como ayer dije, lo que tenía que suceder. No narro lo que pasó porque me da bastante pena. Dejo la palabra al propio Fernando Robles, que con medias palabras -pues las enteras sonarían vulgares- nos contará lo que ahí aconteció:

’... No faltaron amigas que nos pidieron asilo en nuestra tienda improvisada. A una de ella le brindé el techo maravilloso de un cielo sembrado de estrellas, y el abrigo de mi gruesa ruana. Y pasamos una noche muy agradable, pero que andando los años había de morder cruelmente mi conciencia, pensando en el fervor de mi madre orando a los pies de Cristo, y en la figura del Salvador, que en el corazón mismo de la Patria extendía sus brazos para bendecirla, viendo ya en el tiempo el martirio de los que iban a morir por proclamar su nombre...’.

Quede como viñeta inmarcesible la efímera visión de aquellos jóvenes mexicanos que, quizá por ser jóvenes -y seguramente por ser mexicanos-, hicieron otra cosa que rezar en aquella noche que debía ser de preces y oraciones, bajo la paz de un cielo lleno de estrellas. Quede esa idílica escena, pues poco tiempo después se acabaría en México la paz. Es un lampo final el cuadro que he descrito, el del amor humano, antes de aquella larga noche que iba a abatirse sobre México: el terrible conflicto que los católicos llamaron ’la persecución’ y que ahora recibe el nombre de ’la cristiada’.

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