Presente lo tengo yo
Armando Fuentes Aguirre ’Catón’
¿Cómo se enteró aquel hombre de que su esposa lo engañaba? Alguien se lo dijo por medio de un anónimo. El papel lo firmaba ’Un amigo’, pero lo más probable es que el firmante fuera amiga. Algunas mujeres son muy meticulosas, si por meticulosidad se entiende el afán de meterse a averiguar vidas ajenas.
¿Qué hizo aquel sujeto cuando supo que su señora le ponía el cuerno? Nada de pegarse un tiro, ni de arrearse a maldiciones, ni de apedrear por la noche los vidrios de sus balcones. Lo que hizo fue... no hacer nada. Tomó la noticia a lo filosófico. Él había sido infiel más de una vez. Por elemental justicia a su esposa le asistía el mismo derecho.
Aquí sigue un párrafo muy largo. Los lectores se lo pueden saltar sin consecuencia alguna. El escribidor pretende poner luz en el asunto de por qué el adulterio masculino ha sido siempre perdonado, mientras que a la mujer adúltera la agarran a pedradas. La cosa, pienso yo, tiene base económica. Sucede lo mismo que con el celibato sacerdotal: la Iglesia empezó a prohibir que los curas se casaran cuando se percató de que las propiedades que obtenían éstos, y el dinero, podían pasar a manos de la Santa Madre en vez de ir a parar a las pecadoras manos de la esposa y los hijos del clérigo difunto. (’¡Uta! —van a pensar algunos de los condenados a soledad de cama—. ¡Tanto sacrificio y tantas neurastenias por pesos más o menos!’).
En el caso del adulterio de la mujer pasó algo parecido: su pecado podía introducir a la familia un hijo ajeno, y al participar éste en los derechos de la herencia disminuía el patrimonio de los hijos legítimos. Por eso —por dinero también— las adúlteras eran apedreadas. Todo, como se ve, es cuestión de economía. Quizás a Marx le asistía la razón.
El caso es que el sujeto de mi cuento —que es historia— pensó en beneficio de su mujer lo que una vez dijo Alejandro Dumas, padre. (El de ’Los tres mosqueteros’, no el de ’La dama de las camelias’). Dijo el celebrado escritor: ’El matrimonio es una carga tan pesada que se necesitan dos para llevarla. Y a veces tres’. Francés tenía que ser.
Decidió, pues, el esposo perdonar, y hasta pensó en no decirle a su mujer que lo sabía todo. Hizo bien, pues a lo mejor ella le habría respondido: ’¿Que lo sabes todo? ¡Ay sí! A ver: ¿cuál es el río más largo de Europa?’.
Pensó el esposo ofendido perdonar, como antes dije. Ahí todo habría terminado. Lo malo es que los devaneos de su mujer se hicieron del conocimiento público. Siempre las cosas acaban por hacerse del conocimiento público. Ahora, por ejemplo, se sabe que los ingleses asesinaron a Napoleón. Lo envenenaron lentamente, con arsénico, en su destierro final. A alguien se le ocurrió hace poco analizar los cabellos del gran corso, y había en ellos tósigo como para sacar de la vida a un caballo percherón. Pero esa es otra historia. A la mía vuelvo. Entonces ya las cosas no fueron tan sencillas, y la cristiana decisión de aquel señor, de perdonar a la esposa adúltera, cedió al salvaje impulso de la ira. Una cosa es que no se sepa, y otra muy diferente que la sepa todo el mundo. En ese caso la conducta no puede ser igual, por aquello —sabe usted— del qué dirán.
(Continuará)