Milenio
Es noche de luna. Alberto, Luis, Juan y Roberto van camino al hogar de Jesús, distante a unos 40 o 45 minutos a pie de la hacienda de Santa María Tecajete, ubicada en la población del mismo nombre y que forma parte del territorio del municipio de Zempoala, reconocida por su invaluable papel en la historia a consecuencia de la comercialización de la bebida de los dioses: el pulque.
Es la naciente década de los 70’s, en el siglo pasado, y los hermanos, dedicados a la agricultura, al cultivo del agave y la venta de pulque a lo largo y ancho de la región, incluso allende las fronteras del estado, esperan con ansia la llegada de esta noche; la luna llena brillará en lo alto y cubrirá de plata las techumbres de las casas, las bardas de la hacienda, las pencas de cientos y miles de magueyes dispuestos a lo a largo y ancho del territorio.
La claridad provocada por el satélite no escapa a los caminos y a los animales que prefieren desplazarse y alimentarse por las noches para evitar a sus depredadores naturales y, en especial, a los seres humanos, la peor de las especies que deambula en esta tierra y el más temible y sanguinario para ellos.
Son casi las 11 de la noche y han llegado. Jesús les recibe, beben café y preparan el plan para esta lunada. Han alistado sus escopetas, la mayoría ’de chispa’, de esas que usan pólvora blanca, tacos de ixtle y municiones atrapadas en cañones rudimentarios: ’no hay paloma, conejo o ardilla que se resista a ella’, decían entonces sobre las armas.
Solo requerían algunas lámparas tipo minero perfectamente ajustadas a sus cabezas y conectadas a la enorme batería de 6 voltios que colocaban con destreza en sus cinturones para que no resultasen tan estorbosas al momento de manipular el arma o desplazarse a lo largo de los terrenos y milpas y montes que estaban dispuestos a recorrer para conseguir algunos conejos.
Sí, iban a cazar o, como mejor se conoce tal acción por esos rumbos, a ’lamparear’. Le llaman así porque cuando el animal se enfrenta a la brillantez de la luz artificial, por un momento se quedan estáticos, son segundos que significan la diferencia entre la vida y ser el ingrediente principal de un buen estofado o un guiso con chile pasilla y papas o quizá asado a las brasas…
El encuentro
Alberto, Luis, Juan, Roberto y Jesús empiezan a caminar hacia la zona de los manantiales, muy cerca de las faldas del cerro del Tecajete. Han planeado avanzar en una formación de media luna y se disponen a ello. Están separados entre 50 y 80 metros entre sí para ir arrinconando a la escurridiza especie hacia la zona de los cuerpos de agua, donde Jesús estará esperando para darles caza. Esa era la intención original.
A cada paso empiezan a separarse. Alberto y Juan van del lado izquierdo; Roberto y Luis, del derecho. Jesús apenas se sorprende con ’el canto’ de los grillos y tampoco presta mayor atención a las luciérnagas.
De un momento a otro la temperatura desciende y una sensación extraña recorre sus vértebras. Entonces cae en la cuenta: hay un silencio absoluto, la estridulación de los insectos cesó de repente y no se escucha nada o casi nada. A lo lejos, en la orilla de uno de los manantiales hay algo blanco.
Decide investigar. Conforme se acerca empieza a distinguir la figura de una persona cubierta de un manto blanco. Lo último que desea es asustarla y por un momento piensa en regresar para evitar algún conflicto, pero a la distancia le parece escuchar un sollozo y desecha la idea.
No hay duda. Es una mujer que al parecer solloza. Continúa avanzando y decide acercarse porque no hay lógica alguna para justificar su presencia en un sitio en descampado, en medio del monte y a la mitad de la noche.
A cada paso el aire se va haciendo más pesado y el frío empieza a golpear la nuca y la espalda. Sigue con dudas ¿qué hace aquí?, ¿quién es?, ¿por qué esta sola?, ¿está sola? Buenas noches, le grita a una distancia prudente sin recibir respuesta.
Más pasos, una sensación maligna puede casi tocarse en el ambiente y siente escalofríos. Sí, la mujer está llorando y murmura algo imperceptible. Señora, buenas noches, ¿está bien?, ¿necesita algo?, ¿necesesita ayud…
Jesús no pudo terminar la oración. Estaba ya lo suficientemente cerca para confirmar que ella no era mujer y que el murmullo era en realidad una pregunta cuyos sonidos entraron por sus oídos para torturarle desde dentro: ¿dónde están mis hijos?, ¿dónde están mis hijos?
El hombre está aterrorizado. Sabe quién es y lo que hace, él conoce las historias que se cuentan alrededor del espectro y, aunque no se percata aún de ello, está temblando.
De algún sitio sacó las fuerzas necesarias y suficientes para salir huyendo de ahí. Apenas dio la vuelta comenzó a correr, pero el llanto parecía estar pegado a sus oídos, aunque ya no preguntaba, ahora lloraba, lamentaba, gritaba rompiendo la calma de esa noche de luna llena e hijos ahogados en algún río, lago, laguna, incluso dicen que en el mar.
Aaaaaaaay mis hijos. Aaaaaaay mis hijoooooos...