La vejez tiene algunas ventajas. Una de ellas, es que gracias al INAPAM y al GDF, se cuenta con la tarjeta “viejomer” y con esta se puede viajar gratis en el transporte público del D.F. –no en todo, conste- y por supuesto, al no tener que manejar un vehículo en el caótico tráfico, tienes la oportunidad cuando lo tomas en las terminales, de viajar sentado y esto a su vez, de cultivarte con la lectura. Claro, sin desatender lo que ocurre en el interior de los vagones y todo ese bullicio folclórico, de vendedores de las más variadas “chácharas” que la imaginación pueda concebir o deleitarte, con las “dulces notas” de los trescientos temas de las bandas norteñas, rancheras, cumbieras, salseras y demás exquisiteces musicales grabados en Cd´s en formato mp3, que te venden a 10 “varos”. Eso, sin contar a los “cantantes y cantautores” que a “garganta limpia”, hacen más “placentero” el recorrido. Los limosneros, son aparte.
Pero vayamos a lo nuestro: La Lectura en el Metro. Mi recorrido inicia en la terminal de “Cuatro Caminos” y concluye en la estación de “Chilpancingo”, o sea, un demonial de estaciones y dos líneas y cuando las cosas ruedan bien, con una duración de entre cincuenta minutos y una hora, contando el transbordo en Chabacano o en Hidalgo. Por supuesto, para leer tienes que hacer un fuerte ejercicio de concentración. Con tanto ruido, es difícil entrar rápido a la lectura. Una vez superado este pequeño inconveniente, incómodamente sentado, abres tu libro y tratas de cerrar tus oídos y los demás sentidos a los distractores ambientales. El tiempo que transcurre entre el inicio y fin de tu viaje, te permite leer –depende de que tan rápido lo hagas y qué tan lejos vayas- entre 10 y 20 páginas en la ida (por la mañana) y un poco menos al regreso (tarde-noche), porque a veces tardas en encontrar un lugar para sentarte y si quieres leer parado, corres el riesgo de asfixiarte o de perecer aplastado por un par de gordos(as) que además traen un equipaje de canastas con flores, verduras u otros artículos, que al recargarse en ti, con cada vaivén y frenazo del tren, te obligan a agarrarte hasta con las anginas para no caerte, por lo que, como podrán ver, la lectura se complica.
Pero bueno, son “peccata minuta”. Ya sentado, te abstraes en la lectura y tu viaje, parece hacerse más corto, tanto, que te quedas “picado” a la mitad de un capítulo.
Así, hurgando en mi biblioteca que poco a poco, destinando recursos de mis quincenas, fui formando a lo largo de varias décadas, reencontré a muchos autores que ahora se consideran clásicos (supongo que porque ya nadie los lee).
Ese maravilloso reencuentro con la gran literatura, suple con creces las incomodidades del transporte y aunque el folclor urbano te inunda con sus calores, olores, sonidos y sabores, al leer a esos grandes escritores y revivir las situaciones que ocurrían en Moscú, en San Petersburgo, las intrigas palaciegas, los amores desdichados; las grandes batallas de Austerlitz y Borodino narradas magistralmente por Tolstoi, con el heroísmo del pueblo ruso defendiendo la Madre Patria; o de los paisajes de la selva, los llanos venezolanos y sus caciques de Gallegos; de la enorme variedad de serpientes en los cuentos de Quiroga; de Martín Fierro en la pampa argentina; de los llanos polvorientos y resecos, llenos de violencia de Rulfo, Yañez, Arreola y Magdaleno; de “nuestros héroes” vueltos a su condición de seres humanos –aunque envueltos en la magia de una excelente narrativa- por Ibargüengoitia, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Paz, Del Paso, Monsivais y otros que injustamente, olvido.
También los grandes poetas tienen su sitio en esta travesía, los españoles del Siglo de Oro y de la Generación del 98; los latinoamericanos, los estadounidenses, los orientales; los europeos y por supuesto, los nuestros, como la inolvidable Sor Juana y que más que los filósofos, nos hacen reflexionar con las grandes verdades plasmadas por su imaginación, la belleza, la musicalidad y el ritmo de su lenguaje.
No terminaría de mencionar a la cantidad de autores y temas que el Metro, me ha dado oportunidad de recordar en estos viajes, releyendo a esos queridos compañeros: mis libros. (Amén de incrementar, como logro personal, el promedio de lectura de los mexicanos de 2 libros por año a más o menos 2.0001, pero pronto si nos ponemos las pilas, nos acercaremos a los japoneses que leen la friolera de 40 al año, o sea, 20 mexicanos leemos lo que un japonés cada año.).
Por eso he querido contarles mi experiencia y recomendarles que siempre viajen acompañados por esos incondicionales amigos que en sus páginas encuentras desde grandes epopeyas como el Ramayama o la leyenda de Gilgamesh; la épica más grandiosa en la poesía de Homero; la belleza y la fantasía de los mil y un relatos de Scherezada; el exotismo en la desbordada y cinematográfica imaginación de Salgari; la visión futurista de Verne; los molinos de viento de Cervantes, los fantasmas de Hamlet de Shakespeare, hasta los nuevos autores que gradualmente encontrarán su camino en este difícil arte de contar las cosas a través de la escritura.
Y es por eso, que agradezco al Metro la oportunidad y el tiempo para repasar mis viejas lecturas, acceder a las nuevas y alimentar mi espíritu con el espíritu aprisionado en las páginas de un libro.