Capítulo XXIX
Lisa, Leonardo y Yo
Nos asentamos en Anchiano, cercano a Vinci, una pequeña aldea de viñedos, henchida de olivos. Abandoné el arte por el campo, tan sólo quería casarme y rehacer mi vida con Elisa de Molay, mi Lisa, como solía llamarle Leonardo.
Todavía la recuerdo junto a la ventana de piedras rústicas esperando mi llegada, amando sus silencios, encubriendo su mirada de secretos que le atormentaban–¿Qué arrinconas bajo tu pecho que duele tanto? ¿Quién estremece tus sueños en cada noche? ¿Cómo podremos amarte sin tocarte, sin escuchar el paso diabólico de tu presencia?
Mi amada Lisa, ni toda la opulencia del rey Sol, colmarían tanto como el calor de nuestra chimenea, el arenque con vegetales, coles y vino silvestre.
— Ubaldo ¿Te has fijado en la casa cercana a la encina? ¿Por qué no pesquisas? Quizás nos sorprenda lo que hay detrás de sus muros.
— ¡No mujer, suficiente con nuestros asuntos para sumar un problema más!
—¡Cuando regreses recoge bellotas.
Crucé dos patios, saltando sus muros tras escuchar el tropel de caballos acercándose a mí, un tanto asustado cayó mi cuerpo sobre uno de mis brazos tropezando contra un cúmulo de arena caliza, me retorcía un dolor punzante y en aquella curiosa profanación, me escondí en la esquina opuesta a la puerta principal, logrando ver la sombra de un Prior, distinguido por sus fornidos brazos. Una anciana salía a su encuentro vitoriando con regocijo:
-¡Señor Leonardo, no lo esperábamos! -
Entró, cerró la puerta de un golpe, quise volver por el mismo sendero, pero el dolor me paralizaba, temía que mi brazo estuviese roto y los vientos de golondrinas o el mugido de cabras me descubriesen, al momento que una voz apasible salía del mismísimo cielo.
—¿Esperando pillar de noche, por un trozo de pan?
–No, no, no Señor, soy pintor de Caprisi, me llamo Ubaldo, si me permite saldré ahora mismo de su campiña, que sin maldad de intenciones, escalé sus muros, resbalando, temo que mi brazo está roto.
—Cuánto lo siento caballero, bajaré por ti, no te muevas.—
Ese hombre de pasmosa generosidad me cargo en sus hombros hacia un gran salón, con mesas por doquier cubiertas de pliegos, artilugios, planos geométricos y astronómicos, estiletes de plomo, una camilla con tenacillas, cuchillas en el piso, palas. Vendó mi brazo, calmó un poco el dolor con ungüentos. ¡Sino era médico, lo parecía! Después de caer en un profundo sueño, desperté y marchaba, agradecido por su pronto auxilio, anonadado en aquel lugar de experimentos, con restos humanos.
-Soy Leonardo di ser Piero da Vinci. Es incómodo decirlo, pero me escabullo de vez en cuando del ruido mundanal de Florencia. Como tú, soy pintor, iniciado en la escuela verrocciana, al mismo tiempo desarrollo un tratado de hidráulica, aeronáutica y dinámica por cierto he aprendido grafología junto a mi maestro Jacopo.
—¿Sois zurdo?- Veo el trazo interno a su izquierda, lo cual dificulta escribir con su diestra.
- Lo soy, es forzoso sobrevivir la ignorancia, la iglesia ha trazado su plan por más de mil años, sino lo crees lee a Juan, han inventado un cielo tan exagerado que el pueblo se cree un mar de cristal, y las calles de oro, tanto así que los bastardos, las brujas, mucho menos los zurdos tenemos un espacio en ese manicomio. No me veo compartiendo alabanzas con los mismos que arrancan las cabezas a los herejes husitas.
Lisa me esperaba como siempre con su cabellera reposada en sus hombros, el velo de alumbrada.
Y cuando vio de lejos a Leonardo, salto a recibirnos con alegría, profetizando a voces:
- ¡El sol de Florencia viene hacia a mí, de los cuatro vientos te han recogido, serás el estandarte místico con nombre sempiterno. He esperado tiempo de tiempos, por nacer este día, puedo ver tu rostro. Que el Kujata, proteja tus caminos, que seas librado del Ghoul y el Yinn te conceda vida hasta que cumplas tu misión en la tierra!
Leonardo de la villa de Vinci, se apegó a nuestra morada, y aunque sabía sin saberlo que era perseguida, acusada y sentenciada a muerte, la protegía sin que supiésemos nada. El gran hermano de Sión, pintaba sobre una tabla de álamo cada tarde en su sillón a su misteriosa Lisa en cinta. Se enamoró tanto como yo, perdidamente de ella, Lisa Bernard de Molay, podía vernos en sus ojos. Y ella amaba al amor.
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