Presente lo tengo yo
Armando FUENTES AGUIRRE
HISTORIAS DE SALTILLO
Antiguo comercio es el de los cuerpos. En Saltillo lo ejercían unas señoras que vivían y moraban en la calle de Terán, por el rumbo donde hoy está la secretaría de Finanzas. En la mañana esas señoras sacaban una silla de tule a la banqueta, y secaban al sol sus largas cabelleras. Ellas no se hacían ’el permanente’, peinado de moda entre las damas. Y es que ellas no eran damas: eran mujeres solamente, y de la calle.
Por eso en la calle secaban sus largas cabelleras. Por eso, y porque vivían en cuartuchos en los que apenas cabía el camastro donde se ganaban la vida y la iban perdiendo cada día. Aquellos tabucos se llamaban ’accesorias’; a esas mujeres les decían ’pupilas’. Casi todas habían venido de los ranchos, muchachas engañadas por aviesos galanes que las vendían a las madrotas o padrotes por unos cuantos pesos. Las madrotas eran prostitutas viejas, gastadas por el uso y por los años. Más listas que sus compañeras, o con mayor audacia, cuando sus encantos quedaban agotados se convertían en pastoras de otras que empezaban a hacer lo que ellas había acabado ya de hacer, y las manejaban como a cosas. Esas madrotas eran mujeres ásperas y rudas, de lengua maldiciente. A fin de ocultar las arrugas de la cara se echaban encima capas y capas de cremas, polvos y pinturas. Se sentaban con las piernas abiertas frente a la caja registradora de la cantina del burdel; mascaban siempre chicle; a todas y todos trataban con estudiada indiferencia, como si no les importara el mundo.
¿No les importaría? Quién sabe. Oí de una que tenía dos hijos en el colegio, y todo lo que ganaba era para ellos, como en las películas de Dolores del Río o Marga López. Un día el menorcito hizo una travesura, y el señor director le dijo que su mamá debía ir a hablar con él. El niño trasmitió el recado. Aquella mujer de duro corazón se echó a llorar. ¿Cómo presentarse ante un señor tan importante? Seguramente nomás al verla iba él a saber su oficio, y expulsaría a sus hijos del colegio. Le confió su cuita a uno de sus clientes, hombre a quien casi nadie conocía en la ciudad, pero bien presentado, y él fue al colegio, y dijo que su señora esposa no había podido ir −estaba algo indispuesta−, pero que ahí estaba él para lo que quisiera mandar el señor director. Ésos son favores, no chingaderas.
En cada accesoria había una cama −ya lo dije−, un ropero y un aguamanil para las abluciones del cliente, cuyas partes de varón eran lavadas cuidadosamente −antes y después− por la mujer a la que había contratado. También había una repisa. En ella se veían imágenes de santos, o estampitas. Entonces no existían San Martín de Porres ni San Judas Tadeo, pero siempre ha habido Virgen de Guadalupe, y frente a la Morenita ardía una veladora encendida, que además daba su vacilante luz al cuchitril en noches de apagón, porque eran los años de la Segunda Guerra y había que ahorrar luz. Antes de proceder a ejecutar su oficio la mujer se persignaba con mucha devoción, y luego volteaba la imagen o el cuadrito de la Virgen hacia la pared, a fin de que no viera lo que iba a suceder. En esa humilde acción, creo yo, había más fe y más religiosidad que las que hay en algunos cardenales.
Llegó la piqueta del progreso −así se dice−, y acabó con el barrio de Terán. Yo vi caer los muros de ’El Vaivén’ y ’El Columpio del Amor’. Desaparecieron las mujeres que en la mañana sacaban una silla de tule a la banqueta y secaban al sol sus largas cabelleras. El otro día pasé por esas calles, y sus fantasmas me vieron como se ve a un fantasma.