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Manolín, el gran maestro de latín que marcó generaciones en el Ateneo

Manolín, el gran maestro de latín que marcó generaciones en el Ateneo
Periodismo
Abril 01, 2020 18:26 hrs.
Periodismo ›
Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

Hay en la Colonia Universidad una calle que lleva el nombre del licenciado Manuel J. Rodríguez Tejada. Poca memoria de él se guarda, y apenas sí lo recuerdan los bibliófilos.

Fue maestro del Ateneo glorioso. A sus alumnos enseñó Latín, Literatura Universal y Economía Política. Tanto lo querían los muchachos que no lo llamaban por su largo nombre, sino con el más corto y afectuoso de ’Manolín’. Y él correspondía a ese cariño, y alentaba a sus discípulos a hacer lo mismo que él hacía: escribir versos. Los suyos los traía sueltos en periódicos y revistas volanderas, pero los que le daban sus alumnos los guardaba como tesoros invaluables, y los sacó a la luz en una ’Anthología de Poetas y Escritores Coahuilenses’ que mandó imprimir nada menos que a París, en Les Presses Universitaires de France, año de 1926.

En ese libro Manolín dio a conocer y comentó las primicias literarias de muchos ateneístas que luego brillaron como hombres de letras de mucha fama y nombre: Hildebrando Siller, Luis Lajous, Otilio González, Margarito Arizpe Rodríguez, Artemio de Valle Arizpe, Julio Torri, Carlos Pereyra, José García Rodríguez, Felipe Sánchez de la Fuente


Una triste vena de locura latía en su familia. Y así los años finales de la vida de Manolín estuvieron ensombrecidos por velos de extraños delirios. En sus clases del Ateneo daba voz de repente a vagas teorías incomprensibles que dejaban a sus alumnos primero muy confusos, y luego entristecidos, porque se daban cuenta de que su maestro no estaba ya en sus cabales.

Hubo necesidad al fin de separarlo de su cátedra. Y en su vieja casona de la calle de General Cepeda pasaba las horas y los días, lejos de los placeres que habían sido suyos: el trato cordial de sus alumnos, las deleitosas noches de bohemia en que frente a una copa rebosante solía decir sus versos, vibrantes de amor y juventud.

Cerca del fin de su vida dio Manolín en la peregrina idea de tratar de detener el tiempo. Sentía que se le iba como agua fugitiva, y pensó que podría refrenarlo, de modo que no se le fuera y con él la vida. Se sentaba frente al gran reloj de pared que en la sala de su casa sonaba su acompasado péndulo, y clavaba en él la mirada, tratando de detener las manecillas con sólo la fuerza de la vista para que no avanzaran. Así quería suspender el tiempo, detener la marcha de las horas, evitar que se le acabara la existencia.

Murió por fin. Un triste cortejo de dolientes lo acompañó a su morada última, donde el tiempo no pasa y todo ya es eternidad. Nadie volvió a dar cuerda al reloj de Manolín. Silencioso y detenido recordaba en la sala sombría a aquél que en su carátula buscó la eternidad que con su muerte consiguió por fin.

PRESENTE LO TENGO YO
ARMANDO FUENTES AGUIRRE
‘Catón’
Cronista de la Ciudad

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