En las nubes

Matías, su gran amor

Matías, su gran amor
Periodismo
Julio 08, 2020 22:31 hrs.
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Carlos Ravelo Galindo › guerrerohabla.com

Compartir esta historia de la poeta y escritora doña Tere Gurza, es un honor. Su palabra, su prosa, es justa diríamos, para producir el efecto deseado.
Es, añadimos, un recuerdo de amor a Matías, su esposo chileno.
Ella Teresa Gurza lo denomina en su literatura MI HÉROE, en mayúsculas.
Describe:
’Este 24 de junio hubo en Moscú un desfile militar por el 75 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Gran Guerra Patria la llaman los rusos, porque la participación de la URSS, que perdió en ella 20 millones de soviéticos, fue fundamental para vencer a Alemania.
La prensa de todas partes publicó abundante material relativo a esa victoria sobre el fascismo, decisiva para la humanidad; y en la que colaboraron millones de héroes desconocidos.
Entre ellos, mi esposo Matías; que estuvo en la selva hondureña sacando caoba para alas y hélices de los veloces cazabombarderos Spitfire, base de la defensa área inglesa por sus funciones de reconocimiento; y usados también, por Estados Unidos.
La caoba no se podía seguir extrayendo de África, por la presencia militar alemana que bajo el mando del general Rommel, auxiliaba a tropas italianas que estaban siendo derrotadas por los británicos.
Pero, ¿Cómo llegó ese joven y guapísimo ingeniero agrónomo chileno, a la Mosquitia?
Pues enviado por las naciones aliadas gracias a su brillante trayectoria universitaria, arrojo y entusiasmo.
Matías fue tan buen estudiante, que en el Liceo Alemán de Santiago de Chile donde hizo primaria y enseñanza media, tuvieron que inventarle un ’siete con sol’; porque sus exámenes eran mucho mejores que los de quienes, por haber contestado todo correctamente, merecían siete; máxima calificación en Chile.
Y en 2006, ya con 87 años, tuvo la satisfacción de ser entrevistado como el mejor alumno del Liceo de todos los tiempos y que pasaran la entrevista en la cena de ex alumnos, a la que asistía año con año; cada vez desgraciadamente, con menos compañeros de su generación.
Estudió Agronomía en la Pontificia Universidad Católica de Chile y al recibirse con altísimo promedio, pudo elegir dónde trabajar.
Opta por la administración de Zemita, uno de los ranchos cordilleranos más lindos y extensos de Chile, ubicado en la región del río Maule.
Al poco tiempo, decidió emigrar a Estados Unidos para prepararse más; y obtuvo una beca para cursar en la Universidad de Wyoming, una maestría en Forestry; que enseña el manejo de grandes plantaciones.
Chile no era el moderno país de la actualidad; poquísimos viajaban y no había vuelos directos a E.U.
Así que se subió a un avión de la línea peruano-estadounidense Panagra, con destino a Cali, Colombia, y que hacía cuatro escalas en territorio chileno, tres en Perú y una en Ecuador.
En Cali, transbordó a Avianca con rumbo a Bogotá; donde esperó cinco días para poder tomar el vuelo Barranquilla-Miami con parada en Kingston, Jamaica.
Desde Florida, con escala en Nueva York, llegó a Wyoming dos semanas después de salir de Chile.
Terminó dos maestrías como el más destacado alumno extranjero y ganó otra beca; ahora, para doctorarse en Ciencias en la Universidad de California en Berkeley.
En eso estaba, cuando llegaron militares de alto rango que pidieron hablar con los alumnos latinos más capacitados.

Y sobre un mapa, preguntaron quien quería ayudar a los aliados en un unknown territory, territorio desconocido. Así catalogaron a la Mosquitia; extensa zona de bosques y manglares, situada al este de Honduras, en la frontera con Nicaragua.
Matías dijo, ’yo’; y por su apostura y excelente desempeño universitario, fue contratado para clasificar y talar árboles, desmontar parte de la selva, construir un aserradero y trasladar tablones de caoba a EU.
Le hicieron una primitiva casita en la copa de un árbol y levantó después otra más cómoda.
Cada cierto tiempo le llevaban ’visitadoras’.
Y lo dotaron de moderna maquinaria y de lanchones, tractores, bueyes, burros, un jeep, botas y un avión de enorme panza, con todo y piloto, que capoteó en dos ocasiones.
Y que lo mismo utilizaba para embarcar la madera, que para ir a Jamaica por trabajadores a los que pagaba un dólar diario.
Varios fueron tragados por la selva, a la que huían agobiados por las venenosas víboras, el húmedo calor y los mosquitos o enloquecidos por las fiebres de la malaria.
Pasó por paupérrimas rancherías de bellos paisajes. Compartió con adultos desguanzados por la desnutrición y niños barrigones por los parásitos para llevar los tablones hasta el río Guayape, afluente del caudaloso Patuca, para que llegaran a Limón; caleta de pescadores y hoy principal puerto caribeño de Costa Rica y de ahí, a su destino en USA.
O subirlos al avión y a rudimentarios rieles, para su arribo a Castilla Bay; pueblo pesquero hondureño con una base de hidroaviones que apoyaba operaciones militares en la zona y donde Matías llegó a tener un completísimo hospital.
Me contaba que un día que se internó mucho en la selva, se topó con la estatua de un mono al que los nativos rendían culto.
Imitaban los movimientos y gritos de los changos, y cubriéndose el cuerpo con ramas de árboles.
Escribió sobre su hallazgo al National Geographic y al Instituto Smithsoniano, y le respondieron que era peligroso volver y que lo mantuviera secreto, hasta que pudieran enviar investigadores.
Casi siete décadas después, en mayo de 2012, National Geographic informó del ’reciente descubrimiento de una Ciudad Blanca o Ciudad del Mono, en Honduras’.
Agregaron que esas ruinas, ’buscadas durante años por varias expediciones’ fueron avistadas ’al volar sobre la Mosquitia, vasta región de pantanos, ríos y montañas y uno los últimos lugares científicamente inexplorados de la Tierra’.
Y que fuerzas especiales británicas, estaban preparando un helicóptero para poder bajar a ese sitio, ’perteneciente a una civilización desaparecida’.
Matías hubiera gozado la noticia; pero había muerto, siete meses antes.
Transcribo lo que, echado en una hamaca en un momento de descanso en Juticalpa, anotó sobre los mosquitos:
’¡Qué animalitos! Los hay de todos portes, colores y estructuras, pero tienen como denominador común su trompa succionadora, su insaciable voracidad, su número incontable y zumbidos como para probar la paciencia de los santos’.
El amor eterno de una valiente reportera.
craveloygalindo@gmail.com

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