Muertos para rato

La conmemoración viene de tiempo inmemorial. Los pueblos prehispánicos veneraban a la muerte y a los muertos, con tal fervor que los conquistadores sólo revistieron de formas cristianas los ritos y los dejaron ser.
Siglos más tarde, la penetración de la cultura anglosajona incorporó sus brujas y fantasmas en las fechas vecinas, de manera que ahora tenemos una larga temporada en que las figuras del más allá regresan brevemente a la vida a través de las celebraciones terrenales en su honor.
En los últimos años, la muerte, los muertos y los fantasmas se han vuelto cosa más seria que antes en nuestro país.
La violencia desatada y aún no controlada nos ha dejado una estela de asesinados y desaparecidos como si viviéramos una guerra tradicional.
Nos faltan 43, dice la consigna más repetida de un año para acá, aunque las evidencias nos hablan de decenas de miles que han perdido la vida --la mayor parte delincuentes, algunos policías, soldados y marinos, otros más “víctimas colaterales”, dicen las estadísticas oficiales.
Con tanta sangre no se puede ser tan festivo, pero lo somos. Al pueblo mexicano las calaveras le pelan los dientes y se hacen en versos irreverentes, y en los mercados se venden de azúcar y chocolate, con el nombre en la frente del o la susodicha, ahora mezcladas con las calabazas y los disfraces del “jalogüin”.
Esta vez, la festividad dio hasta para un pequeño puente que la burocracia, las escuelas y los empleados consentidos disfrutan, abarrotando los destinos turísticos más populares, tanto o más que los cementerios.
Y es que la reciente costumbre de la cremación de los cuerpos ha derivado en otra desaparición, la de las tumbas, pues las cenizas ahora ocupan nichos lo mismo en las iglesias que en las casas de los deudos, e incluso hay quien deja como tarea póstuma esparcir los polvos mortuorios en sierras, mares o desiertos.
Pero tenemos muertos para rato. Me refiero a la celebración tradicional. Aunque de los muertos de cada día, y de lo brujas que andamos, parece que también.