En Las Nubes

Por el Danubio y el Nilo. Nos invitan a navegar

 Por el Danubio y el Nilo. Nos invitan a navegar
Política
Mayo 18, 2021 23:45 hrs.
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Carlos Ravelo Galindo › diarioalmomento.com

Carlos Ravelo Galindo, afirma:

Un viaje por los ríos seculares, sin salir de casita, por quien nos los platica, el embajador emérito Leandro Arellano y nos los acerca su colega Antonio Pérez Manzano, es gratificante.

Son los Ríos Danubio Y Nilo.

¿De dónde proviene la afición por estos dos ríos y no por otros? ¿Por qué no el Mississippi, el Bravo o el Amazonas, geográficamente más cercanos o hasta familiares a nosotros?

Nada nos garantiza una respuesta cierta por lo que recurrimos a la especulación. Se debe acaso a la circunstancia de que los dos han salido a nuestro encuentro, de que ellos se apostaron en nuestra ruta, sin aviso o intención aviesa.

O tal vez en acatamiento de la voluntad de los hados o quizás, en fin, porque en el planeta el agua –sangre de la tierra- excede a todas las cosas y ocupa la superficie mayor.

El agua acapara de pronto la esencia del todo.

Tales, el filósofo jonio, declara que el principio de la naturaleza debía hallarse en el agua. Toda corriente de agua es una manifestación de la naturaleza y ¿qué otra cosa es la naturaleza, sino Dios? clama Fray Luis de Granada, en esta casi herética interrogación.

Veleidosa y decisiva es, a su vez, la geografía.

Nuestros primeros encuentros, la relación y el trato con el Danubio y con el Nilo se remontan a la infancia.

Fueron frecuentes en alguna etapa, años más tarde. Nunca nos sumergimos ni en uno ni en otro, sólo la voluntad y nuestras manos se remojaron en sus aguas seculares.

¿Será el tiempo una forma de la eternidad?

En el siglo quinto antes de Cristo, Heródoto se echó a andar. Visitó Babilonia y la Cólquide –región de la actual Georgia-, bordeó el Mar negro, alcanzó Egipto y navegó el Nilo.

Su testimonio es una de las referencias más antiguas y autorizadas.

Borges evoca esa epopeya y los ríos inagotables con emoción, quizá con melancolía: ’Remontó el sagrado curso del Nilo, acaso hasta la primera catarata. Curiosamente imaginó que el Danubio era como la antistrofa del Nilo, su correspondencia a la inversa’, escribe en el Prólogo de Los nueve libros de la historia (Hyspamérica Ediciones, Madrid, 1985).

El Danubio

Las primeras referencias del Danubio tuvieron lugar con el desentrañamiento de su nombre.

La vía fue insólita y el haber ocurrido en la niñez acaso magnifica el suceso.

La afición de mi hermana mayor a los valses vieneses era cosa positivamente seria, y a la cabeza de ellos se sitúa indeleble el Danubio azul.

¿Todo se resuelve en la región suprema del arte? No es improbable, más el caso es que al andar los años el río físico nos salió al paso multitud de veces.

Nos llevaron a Viena las deidades del camino y el trabajo diplomático.

No fue sorpresa constatar que nada azul sobrevivía en el Danubio. El tono gris, opaco, denso, predomina en la corriente.

Con todo, el recuerdo y una grata sensación se removieron -la primera vez- a pocas horas de nuestro arribo.

Desde entonces lo saludamos casi a diario. Centenares de veces lo cruzamos. La ruta del primer distrito –donde se ubicaba la Embajada- al Centro de las Naciones Unidas obliga a atravesar el puente de Wagram, sobre el río.

Claudio Magris, el gran escritor italiano, es autor de uno de los libros más bellos, amorosos y autorizados que se han escrito –y no escasean- sobre el Danubio.

El maestro triestino realizó una obra que iguala la epopeya. Con prosa suave y precisa, con honda sabiduría y una erudición nada empalagosa, emprende un recorrido iluminador del trayecto del río.

Para en cada región, en cada ciudad o nombre relevante para referirse a los rasgos y a los emblemas culturales e históricos que posee o resguarda cada tramo de la corriente.

Con clemente parcialidad y sencillez va alumbrando la significación de la naturaleza y de la vida de cada sitio, cuyos muros horadan las aguas del Danubio.
El Danubio –el Astro de los antiguos griegos- tiene su origen en un hilillo manso en el norte de Alemania. Fluye hacia el sur confiadamente a lo largo de 2,800 kilómetros para desembocar en el Mar Negro.

Baña y recoge agua en territorio de diez países: Alemania, Austria, Eslovaquia, Hungría, Croacia, Serbia, Bulgaria, Rumania, Moldavia y Ucrania.

Magris sostiene que el Danubio es un río austriaco. Esa cualidad revela a lo largo de su reposada extensión. Como jugando serpentea en Linz, en Krems, en Tulln y en Viena.

Avanza y se muestra casi rígido cuando atraviesa Bratislava y más adelante al ingresar en las llanuras húngaras. Allí la corriente parte a la ciudad en dos, Buda y Pest, la capital húngara, la metrópoli que urdió el mejor provecho del curso de sus aguas.

Lo encontramos nuevamente en Belgrado, donde fluye con donaire y altivez. Por una rato troca en frontera entre Bulgaria y Rumania.

Lo perdemos un tiempo hasta hallarlo de nuevo en la coronación del recorrido, en su desfogue en el majestuoso Mar negro.

Navegar el delta del Danubio se torna una experiencia pasmosa, en un prodigio inigualable, en un encuentro insospechado con la suprema majestad del paisaje y la naturaleza, colmados de vastedad.

Con fuerza soterrada concluye su trayecto en el mar grande. Allá ingresa la monumental corriente y choca y se funde sin impaciencia, confiada a la húmeda eternidad.

Y por El Nilo

Ningún otro río acarrea en sus anales tanta sustancia. La historia lo consagra. La rotación de los trabajos y los días parecen no agobiarlo. En su curso hacia el norte, a lo largo de 5,589 kilómetros, remoja los bordes de diez países: Burundi, Ruanda, Tanzania, Uganda, Kenia, República Democrática del Congo, Sudán del Sur, Sudán, Egipto y Etiopía.

Por años fue un enigma la ubicación precisa de su origen.

Exploradores ingleses –Richard Francis Burton y John Hanning Speke- se disputaron la gloria de esa hazaña.

Otros exploradores de África del Este, acaso con mayor nombre que aquéllos, entraron en la brega: David Livingstone, médico y misionero escocés y Henry Morton Stanley, periodista inglés.

La más remota fuente del Nilo –para sosiego de los especialistas- es el río Kagera, que baña territorio de Ruanda y Burundi y va a desaguarse en el Lago Victoria.

La realidad del gran río es que nace en el extremo norte del vastísimo Lago Victoria, el cual se asienta y adquiere forma en los márgenes de Kenia, Uganda y Tanzania.

A unos minutos de Kampala se ubica la cuna del gran río. Nace con furor y estruendo. El espectáculo es conmovedor y a momentos temible. Los violentos chorros de agua que arroja el Lago en una cascada portentosa se estrellan y rebotan en enormes rocas horadadas por los siglos y los golpes del agua atropellada.

Una manifestación de la naturaleza en toda su fuerza y su belleza. Al ímpetu de los rápidos, el fragor de la corriente es vertiginoso.

Varios cientos de metros adelante, todavía revuelto y alebrestado, el torrente comienza a dibujar el perfil, la configuración de la vasta masa líquida que va a desfogarse en el Mediterráneo unos días más tarde.

Hasta aquí nos hemos referido a lo que los estudiosos llaman el Nilo blanco.

Como fuere, la corriente del Nilo azul proviene de Etiopía y al confluir los dos en Kartum, dan pie al Nilo universal, el cual navega hasta arrojar su densa carga en El Cairo, en la boca de un delta que no alcanza a abarcar la vista humana.

Desde las alturas, la contemplación del Nilo lo hace aparecer como una raya humilde, oscura e inofensiva.

No pocas veces lo observamos desde el cielo -de camino a Europa y de regreso a Kenia-, sobrevolando el espacio africano en la ruta del gran río. Durante horas interminables.

Al despejarse la oscuridad de la noche o al quebrantarse los soberbios cúmulos de nubes grises -interpuestos entre la tierra y la aeronave- se desdoblaba, umbroso y manso, el trazo diminuto de la corriente, rebosante e imperturbable en su secularidad.

craveloygalindo@gmail.com

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