¡Qué viva la música! *


... yo y mis compañeros de Universidad un buen día redescubrimos las aguas musicales del caribe, es decir que nos dimos cuenta que bailar y mover las caderas no era lo mismo con el rock que con un son montuno...

¡Qué viva la música! *
Cultura
Marzo 03, 2019 12:27 hrs.
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René Aguilar Díaz › todotexcoco.com

Finales de los 60; años de escuela preparatoria, tiempo de atisbar el horizonte para descubrir, no necesariamente en ese orden, "...el fuego del licor, el brillo del dinero, el automóvil, el cine y la mujer", Serrat dixit. Éramos jóvenes.
Las heridas abiertas del movimiento estudiantil y la resaca olímpica se mezclaban, y dejaban cierto sentimiento de confusión: se traslapaban el dolor y la impotencia, y el gozo de descubrir las manifestaciones artísticas, sobre todo musicales de artistas enormes. La olimpiada cultural había hecho visibles para integrantes de mí generación, en vivo y en directo o a través de la tele, a los Swingle Singers, al trío de Jacques Loussier y su tratamiento en jazz de la música de Bach, también a Dave Brubeck, y no sé cuántos monstruos más, que llenaron escenarios de la capital y otras ciudades del país. ¿Era un bálsamo? No lo tengo claro. El caso es que mi generación quedó inoculada con una suerte de hambre insaciable por la música y por la literatura, el cine, el teatro, las artes plásticas y etcétera…
La transición a los años 70 no fue menos complicada: llena de estallidos mezcla de dolor y gozo: 10 de junio de 1971. Estuve ahí; nadie me lo contó… Pero no lo contaré ahora, por supuesto. Solamente mencionaré que, según documentación, hubo un número mayor de estudiantes muertos que en el Tlatelolco del 68. Y otra vez estaba enfrente de eso la música para balsamizar el alma: un guitarrista de Jalisco emigrado al otro lado proponía una genial fusión de rock y ritmos afroantillanos. Carlos Humberto Santana Barragán; en ese tiempo era líder de una banda que se llamaba Santana Blues Band, después simplemente Santana. Había estado en el súper reventón que fue Woodstock, pero se empezó a hacer más visible cuando en sus álbumes crepitaban rolas como Evil Ways, Black Magic Woman, y después Oye como va… ¿Oye cómo va? Así es… una rola que tiempo después, todo mundo descubrió, era original del timbalero y director de orquesta Tito Puente.,
Los años 70 caminaban lenta pero inexorablemente y nos empujaron a los años de Universidad, de descubrimientos trascendentales. Santana mostraba algo que parecía nuevo pero que no lo era. Solamente había detonado algo que palpitaba, agazapado, durante todo ese tiempo. Al menos para mí.
¿Por qué me gustaba tanto Santana? Ustedes dirán que pues porque a todo mundo le gusta Santana. No, no, no sólo por eso, me gustaba, lo descubrí más bien pronto, porque yo había nacido y crecido con esa música en mi tierra natal (el estado de Veracruz); bueno, no con la música de Santana, pero si con la música de la que él se estaba alimentando: música de la Sonora Veracruz, música de los discos de 45 revoluciones de Lobo y Melón, de Celio González, de Tony Camargo, de Benny Moré, los hermanos Peregrino y de los cientos de cantantes de boleros: música que el pueblo trasegó, durante décadas, entre el triángulo formado por la Habana, la península de Yucatán y el puerto de Veracruz.
Pero no sólo era la rumba, también estaba el rock: Willie Chirino, cubano de Miami, ha resumido en una línea las coordenadas en las que navega mi generación: si mal no recuerdo decía algo así en su canción Soy un tipo típico: ’tengo dividido mi corazón entre Tito Puente y los Rolling Stones’.
En fin, yo y mis compañeros de Universidad un buen día redescubrimos las aguas musicales del caribe, es decir que nos dimos cuenta que bailar y mover las caderas no era lo mismo con el rock que con un son montuno. Empezamos a descubrir los sitios donde se tocaba música afroantillana en la ciudad de México, sobre todo música cubana y también, por supuesto, los discos. En la década de los 70 el maestro Froylán López Narváez, profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, impulsaba un movimiento, junto con un puñado de músicos como Jorge Barrientos, que denominaron La Rumba es cultura. Los discos de la mítica banda Fania All Stars fueron una especie de hallazgo. Al margen de la polémica de si la salsa existía o no como género, o si los músicos de Nueva York se ’apropiaban violentamente’ de la música cubana (como escribiera Guillermo Cabrera Infante en el prólogo del libro Reina Rumba del escritor colombiano Umberto Valverde), la realidad era que esos vinivlos de 33 RPM nos trajeron tremenda gozadera. Entre los primeros discos que venían del sello Fania cayó en mis manos uno titulado Acid, de un conguero hasta ese momento desconocido para mí, de nombre Ray Barretto. El nombre del disco, Acid, y la mayoría de las piezas del disco tiraban hacia un concepto ’muy gringuito’, pensaba yo, aunque entre la cadencia del bugalú y otras piezas que en ese momento yo no definía aparece una rola: Sola te dejaré, sabrosísima y con un potente arreglo de trompetas y un guajeo de piano que irremediablemente empujaba hacia el baile. Los discos de Barretto se sucedieron en ciertas tiendas de discos pero no con la frecuencia y regularidad con que los grababa, cosas del mercado supongo. Los álbumes más visibles que venían de Nueva York eran, sobre todo, los de la Orquesta Estrellas de Fania.
Después irrumpirían Willie y Rubén y la historia sería otra.
La música de corazón caribeño, afroantillano, empezó a rebasar su ámbitos hasta ese tiempo considerados ’naturales’ por las buenas conciencias, empezó a salirse del congal, del bar y se fue a los teatros y la gente reparó en que era una música elaborada y exigente con el escucha y con el bailador. Las bandas empezaron a llenaban no solamente salones de baile sino estadios enteros. Barretto, creo yo, fue uno de los ejemplos de música bien hecha, con creatividad, y claro, el venía del jazz, en ese tiempo hizo el viaje al revés: muchos percusionistas comenzaban con la rumba y derivaban hacia el jazz por el encanto, y el reto, que este género representa para los creadores que son inquietos y que naturalmente van creciendo. Barreto empezó bajo la influencia del jazz y de ahí derivó a la rumba, sin embargo nunca abandonó su predilección por el primero, y cada que se pudo volvió sobre sus pasos y dejó álbumes de jazz latino bastante interesante, por decir lo menos.
Por ese tiempo, no me acuerdo con precisión en qué momento, fui descubriendo los libros que estaban intrínsecamente ligados con la música, sobre todo con la música afrocaribeña. Libros sobre personajes, corrientes musicales y personajes del rock y del jazz ya había muchos, pero empezaron a asomarse en los estantes de las librerías volúmenes que registraban y analizaban nuestro género —como un librote de portada roja y formato súper raro, casi del tamaño de un disco LP, llegado de Venezuela, El Libro de la Salsa, de Cesar Miguel Rondón—; no sólo empezaron a aparecer libros analíticos y de registro periodístico sino también fueron apareciendo textos que se imbricaban con la creación literaria: es decir estaban los textos con un claro objetivo enciclopédico y analítico del devenir de la música, y también novelas y libros de cuentos que establecían vasos comunicantes con el aliento literario que pretendía contar, recontar y recrear nuestras realidades urbanas. En 1997, Vicente Francisco Torres, profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana se hizo acreedor al Premio Internacional de Ensayo Alfonso Reyes, con un texto que se titulaba La Rebambaramba, y antes de que terminara el siglo, en una versión extendida según entiendo, lo publicó la UNAM con el nombre de La Novela Bolero Latinoamericana, este es, y no exagero, un libro de libros. Registra y analiza rigurosamente, prácticamente en su totalidad, los libros con las características que comento, que habían aparecido hasta ese momento: autores como Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega, ambos puertorriqueños, o los colombianos Umberto Valverde y Andrés Caicedo y muchos otros están ahí, en ese volumen, revisados con la lupa del análisis literario del doctor Torres Medina. Lo menciono para el que quiera asomarse a este universo en el no reparamos mucho los que somos amantes de la música afroantillana.
No es casual que el escritor caleño Andrés Caicedo escribe una novela emblemática, y también mítica (publicada en 1977) y la titula precisamente como uno de los discos de Ray Barretto: ¡Qué viva la música!’
Lo escrito anteriormente es para ponernos en contexto y entender la importancia de libros como el de Robert Tellez Ray Barretto, Fuerza Gigante, porque en un futuro cercano van a ser, entre otras cosas, material para investigadores y no sólo para los lectores que quieran saber de la vida y la trayectoria del enorme músico que fue Ray Barreto.
Es de agradecer el formato que le dio Robert a su texto: la revisión de la vida musical de Barretto a través de sus muchos álbumes grabados a los largo de más de 50 años. A lo mejor ese esquema o formato no es novedoso, pero creo que definitivamente es un estupendo viaje que nos va poniendo rápidamente en contexto, vamos entendiendo por qué tal o cual canción va en ese disco y no en otro; por qué tal o cual integrante de la banda participó en tal album y no en otro. Vamos entendiendo lo complejo que son las relaciones humanas y profesionales sobre todo entre los artistas.
Libros como este nos redimensionan el trabajo y la creación artística. Un trabajo periodístico riguroso que se llevó sus buenos cinco años.
Para concluir, recuerdo que en aquellos años juveniles, al término de la Universidad, le hacía escuchar a un amigo, melómano rockero, un disco de Ricardo Ray y Bobby Cruz, donde alguien le llama a Richie Ray ’El piano de las Américas’; ante esta catalogación, mi amigo dijo, palabras más palabras menos pero eso sí con total desdén: ’Chale, nomás porque son buenos bongoseros… ya se andan poniendo el piano de las américas’. Lo disculpé entonces y lo disculpo ahora porque el desconocimiento era evidente. Total, que libros como Ray Barretto, Fuerza Gigante, van a abonar en el conocimiento de la música que no solamente nos apasiona y nos hace bailar sino que nos da identidad como latinoamericanos.

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* Texto leído en la presentación del libro Ray Barretto / Fuerza Gigante (Unos y Otros ediciones, 2016), del periodista colombiano Robert Tellez, en noviembre pasado en la Universidad Nacional Autónoma de México.

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