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Una sombra de ayer

Una sombra de ayer
Periodismo
Marzo 24, 2020 18:34 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

Un éxito de apoteosis fue la representación de ’El divino impaciente’, que subió al palco escénico allá en aquellos años, los cincuentas del pasado siglo, aquí en Saltillo. Jorge Mairós, primer actor y director, reunió un grupo de aficionados y de ellos hizo en unas cuantas semanas un conjunto de actrices y actores aceptables. Entonces existía el teatro de aficionados, hoy desaparecido. Quienes ahora actúan son todos profesionales, aunque salgan a escena por primera vez., y si alguien les pregunta si son aficionados ponen la misma cara que una mujer -o un hombre- cuando le dicen la palabra de las cuatro letras.

’El divino impaciente’ se presentó, si no recuerdo mal, en el gimnasio de la Sociedad ’Manuel Acuña’. Estaba el teatro Obreros del Progreso, que tenía una magnífica acústica -ahí actuó la compañía de Pepita Embil y Plácido Domingo-, pero quienes participaban eran muchachas y muchachos de buena sociedad –fifís, diríamos ahora- y la buena sociedad no veía con buenos ojos a la Obreros del Progreso. Podía ir ahí a ver actuar, pero no a actuar.

Se llenó el gimnasio, parte porque todos los familiares de los noveles actores fueron a verlos trabajar -otra expresión del argot teatral-, parte porque la obra fue muy recomendada por los sacerdotes al final de todas las misas –’Avisos para la presente semana’-, pues su tema era de mucha devoción: trataba nada menos que de la vida de San Francisco Xavier. El autor de la pieza, José María Pemán, le puso a su obra aquel nombre, ’El divino impaciente’, porque a este San Francisco se le quemaban las habas por ir a evangelizar a los paganos de Oriente y a ver si, con algo de buena suerte, lograba que lo martirizaran.

El reparto de aquella obra era numerosísimo. No creo que en ninguna otra obra representada aquí haya subido tanta gente al escenario. A más de San Francisco salía San Ignacio de Loyola, estupendamente representado por un talentoso y agradable muchacho llamado Carlos Pérez, que cojeaba en la vida real, igual que cojeaba el fundador de la Compañía de Jesús. Junto con ellos aparecía toda una cohorte de jesuitas; salía una multitud de infieles orientales y otra de nobles españoles: condes, vizcondes, duques y marqueses Aquello parecía convención. Se las arregló Mairós para llenar a toda su capacidad el foro, pues como buen empresario de teatro de aficionados sabía que mientras más gente haya en el escenario más público habrá en la sala.

Asistió el señor Obispo acompañado de sus familiares. Los familiares de un obispo no son sus familiares propiamente dichos: son los sacerdotes que le sirven directamente. Concurrió todo el presbiterio; estuvieron presentes todas las monjas de Saltillo, los seminaristas, las socias y socios de las diversas cofradías y archicofradías de la ciudad, los catequistas y los catecúmenos... Con ellos se llenó el teatro. También hubo público en general, pero poco.

La representación fue un éxito, lo dije. La obra, si no recuerdo mal, está escrita en verso, y Mairós recitaba con sonora voz aquellas largas tiradas –parlamentos, se dice- llenas de imágenes sublimes. La vida de San Francisco era narrada desde la más temprana vocación del santo hasta su cruento martirio. Al bajar el telón final todos estábamos llorando, incluso el señor Acosta, tramoyista. Cuando, al último de todos, salió Mairós a recibir el aplauso del culto público, el teatro entero se puso en pie y le tributó una ovación atronadora. Fue entonces cuando quise ser actor. Lo sigo anhelando todavía. (Continuará).

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